MUJERES ESCRITORAS ¿DE LA CALLE O DE LA CASA?

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I.

Mi madre, que era muy buena lectora, fue la primera que me hizo caer en cuenta del sentido de la frase de Rosario Castellanos: Mujer que sabe latín ni encuentra marido, ni tiene buen fin. No deseaba para mí una vida condenada a la pobreza y el escarnio, como la de tantos escritores. Ya había tenido yo una primera noción de lo que pensaban los otros al respecto a los tempranos nueve años, cuando le mostré a sor Carmen, mi maestra, unas coplas que había escrito en honor a la Virgen María. Ella me dijo que los versos eran muy bonitos, pero tenía que enfocarme en mis estudios y en hacer algo útil dentro de las labores propias de mi sexo, con lo que dejaba claro, ella creía, que hacer versos no era acción edificante ni provechosa para la sociedad. Entendí todos los mensajes, aunque de una manera distinta a la que habían pensado las juiciosas emisarias: me dediqué a leer y escribir en la soledad de mi habitación y en mucho nocturno y clandestino silencio.

II.

Los oficios relacionados con la Literatura han dejado de ser tan tabúes desde hace apenas unas cinco décadas. Y eso, más o menos. Lucila Palacios, talentosa narradora guayanesa, tuvo que escoger ese nombre, su pseudónimo, para no causar molestia o vergüenza a su familia, según sus propias palabras. Nacida y criada el seno de una familia de intelectuales, mujer lectora y creativa, aún así tuvo que escribir en contra de la corriente social. Su tío Félix Montes lanzó su candidatura presidencial en uno de los procesos electorales preparados por Juan Vicente Gómez para simular una democracia. Por esa causa fue perseguido, sus bienes, y los de toda la familia, incautados y él yéndose al exilio saliendo por el Orinoco hacia Trinidad.

Ella tomó entonces una posición política de oposición al gomecismo que le fue cobrada con altos precios: su esposo, Carlos Arocha, fue encarcelado a causa de la militancia política de su esposa Mercedes Carvajal de Arocha sin que él tuviera algo que ver al respecto sólo por el criterio gomecista de que "no había podido controlarla". Viéndose sola y con dos hijos pequeños, abrumada por la culpa y la pobreza, tuvo que trabajar en la calle, es decir, como secretaria en la Casa Blohm de Ciudad Bolívar, por lo cual fue sojuzgada y soslayada por la sociedad de su tiempo. No era entonces conveniente que, además, se supiera que escribía cuentos y novelas y que mantenía correspondencia con otros intelectuales y redactores de revistas literarias.

Su paisana y contemporánea, Luz Machado (firmó de Arnao sus primeras publicaciones) no tuvo que ocultarse, pero a la larga perdió su matrimonio. El asunto del apellido de casada ha sido largamente una causa de conflictos para las mujeres escritoras e intelectuales. Mientras no haya celos profesionales, la situación de las parejas funciona. De lo contrario, la relación puede quebrarse. En ocasiones, la pareja sirve de apoyo también, como en los casos de Simone de Beauvoir y Jean Paul Sartre. O de Virginia y Leonard Woolf.

III.

Aunque las mujeres hemos escrito desde hace mucho tiempo, la escritura femenina siempre se ha considerado un discurso fronterizo. Un discurso cuyo valor no se mide con los mismos parámetros que el de los hombres. La escritura femenina tiene ciertas características que la definen: es más emotiva, más ida hacia paisajes interiores, más descriptiva, más memoriosa.

La polémica que hay sobre la autoría del Cuarto Evangelio, o el Evangelio según Juan, se basa principalmente en el análisis de la morfosintaxis del mismo, tan diferente en tono y texto de los otros Evangelios, los sinópticos. Entonces hay una tradición muy fuerte que reconoce en esa escritura la de una mujer: María Magdalena. Sin embargo, ésta ha sido sistemáticamente descalificada. Otras escritoras, Teresa de Ávila (o de Jesús) y Sor Juana Inés de la Cruz, han tenido que refugiarse dentro de monasterios para poder ejercer su pasión escritural.

Antes de eso, hace dos mil seiscientos años, Safo de Lesbos tuvo que crear una Academia, la llamada Casa de las servidoras de las Musas. Allí sus discípulas aprendían a recitar poesía, a cantarla, a confeccionar coronas y colgantes de flores, a dibujar y elaborar frescos. Esa Academia ha sido vilipendiada y se ha conocido como un espacio de amor lésbico donde se realizaban orgías. Otra descalificación.

IV.

En este contexto de referentes históricos e intelectuales es bueno deslindar dos aspectos: en primer lugar, las escritoras siempre han estado bajo el lente de aumento de una sociedad, que tiende a desprestigiarlas o a minusvalorizar sus obras. En mi novela El diario íntimo de Francisca Malabar la protagonista dice lo siguiente:

…porque en este mundo la condición de mujer es siempre determinante y si una mujer hace un trabajo, por muy hermoso y perfecto que éste sea, siempre es vista como un animal parlante por la sociedad, y a veces no lo puede resistir, como en el caso de Virginia Woolf, por ejemplo, o Silvia Plath, por ejemplo, o Alejandra Pizarnik, o Isadora Duncan, o Marilyn Monroe, por ejemplo, y conste que no soy feminista, ni nada.


La novela se desenvuelve en torno a una mujer que desea escribir literatura y choca con los prejuicios de un pequeño pueblo y una sociedad que exige a las mujeres quedarse en la casa, aunque en ella sufriera abusos.

En segundo lugar, si bien existen unas características que identifican el discurso femenino, aislándolas es posible reproducirlo. Así, el discurso de Marguerite Yourcenar en las Memorias de Adriano, o el texto del Orlando, de Virginia Woolf, son ejemplos de una escritura que no se puede meter en un discurso propio del género. En Venezuela, Harry Almela escribió un poemario con la voz de una mujer, Cantigas (1990) y Yolanda Pantín, en Poemas del escritor (1989) recurrió a la voz de un hombre. Es decir, ambos poetas utilizaron las marcas del lenguaje atribuído a un género distinto del suyo para enmascararse, ficcionalizar un personaje. De esta manera, es posible concluir que hay un texto literario (un texto diseñado, estructurado, realizado, con intención claramente estética) que puede ser escrito por un hombre o una mujer consciente de esa intención y que lo desarrolla de acuerdo con su cultura y sus contextos.

Eso, hasta allí, para enfocar el asunto con seriedad y rigor académico. Porque el título que se ha dado a esta lectura no parece correcto, a menos que se coloquen signos de interrogación: las escritoras ¿mujeres de la calle, mujeres de la casa? Es cierto que cualquier mujer profesional, trabajadora de esta era contemporánea que impone a las mujeres la necesidad de trabajar fuera del hogar, además de las tareas cotidianas en el hogar, puede sentir que ése es su dilema.

V.

En el Pedagógico de Caracas, aquellos lejanos días de 1968, identificaban a las estudiantes del Departamento de Castellano, Literatura y Latín con un destino de soltería. De hecho, la gran mayoría de las profesoras de aquel tiempo eran solteras. Sobre alguna caía a veces la luz ámbar de una aventura amorosa que había terminado en dolor. Así se cumplía en parte el dicho de Rosario Castellanos sobre la mujer que sabe latín.
Pero los cambios que surgieron en ese Renacimiento de los 60s han conducido a transformaciones en los paradigmas.

El feminismo y sus vertientes han abierto paso a formas menos intransigentes de ubicar el papel femenino. Mas, sin embargo, aún el status de las mujeres escritoras se ubica en una franja limítrofe de la sociedad: ni de la calle, ni de su casa, sino todo lo contrario. Ejercitar la escritura requiere de la habilidad de conjugar el tiempo de escribir, el de ganarse la vida y el de atender las labores domésticas. Madre, esposa, colaboradora económica: todos esos roles se interponen entre el objeto del deseo más profundo y la mujer. Y la obra se construye contracorriente. Generalmente, durmiendo poco y comiendo a saltos.

Eso, además de las dificultades de publicación y distribución que son iguales para cualquier escritor, con algunas variables. Hace unos años, un intelectual venezolano reconocido me dijo que las mujeres debían pagar con sexo el derecho a ser publicadas. Es decir, prostituirse. Yo andaría por los veinte indómitos años y le dije que así no publicaría jamás.

Los tiempos cambiaron, evidentemente. Cuánto cambiaron es la cuestión.



También me viene la imagen de Eunice Odio. La comida se corrompió en una bolsa en la cocina mientras ella moría en el baño, apenas con fuerza para sacar el agua de la bañera y no ahogarse: el corazón, entretanto, se desgarraba: todo se derrumbaba dentro de ella y ella sentía que ése era el último derrumbamiento en medio de tanta miseria. Por supuesto, esto no pertenece a este texto: un escritor verdadero debería esforzarse, más allá de sus propias fuerzas. ¿Más allá, en verdad? Este es un juego duro, una competencia. Se gana o no se gana, de acuerdo con el talento y la suerte y la capacidad de resistir las mil y una zancadillas. Un escritor escribe desde su tierna juventud. Malgasta los cuadernos de la escuela. Enfrenta la censura familiar (la madre que dice: está bien que escribas versos, pero no pienses que vas a vivir de eso: búscate un acomodo, estudia una carrera, no creas que los versos dan ganancias de ningún tipo) Pero el escritor lee hasta que los ojos se le erosionan. Admira a los otros escritores. Sufre terribles depresiones que lo tumban en la cama horas y horas pensando por qué Faulkner o Eliot sí y yo no. Por qué Darío o Baudelaire. Por qué y por qué y por qué. Y recuerda a los santos y mártires de su devoción: San Jimmy Joyce, quien escribía sobre su cama sucia (nada de fresh linen ) en pleno invierno y mandaba a la calle a su mujer y sus hijos para poder escribir en medio del hambre, del frío y de la incomprensión. San Juan Milton, quien se quedó ciego y tuvo que malvender su Paraíso Perdido por un trozo de pan. Santa Virginia Woolf, cuyo destino fue truncado por el peso de unas rocas en un río. San César Vallejo, quien rogaba en su agonía un trozo de pan, de ese exquisito pan francés, y lo pedía en español, en la plenitud indiferente de la humedad parisina. Y el escritor va creciendo en santidad y sabiduría desde su adolescencia: se reúne con sus pares y un día prodigioso comienza a C R E A R:  LA GRAN OBRA que no lo deja comer, ni dormir, ni hacer el amor. Abandona cualquier distracción: los estudios, el trabajo: al Diablo con los zapatos de los hijos y la ropa y los cuadernos de la escuela y todo lo demás.
Lo que importa es alcanzar la Inmortalidad. Lo que importa es
C R E A R.
Pero un día se encuentra con el rimero de las cuentas por pagar, con las malditas letras atrasadas y con la máquina electrónica sin cinta o la impresora sin papel, porque no hay dinero para comprar, ni crédito que resista tanta labia encendida. Y nada hecho en realidad y menos publicado. Tal vez consiga dinero, piensa, si vendo esto o aquello, o si lo empeño, vana ilusión. Y entonces ¿qué es lo más importante una vez conseguidos algunos fondos?¿la leche de los niños o la cinta para la máquina?¿comprar una resma de papel y separar lo del correo para participar en un concurso o asegurar la carne de una quincena? La decisión es obvia. La pareja entonces lo abandona ¿cómo no hacerlo? No habiendo posibilidades ni siquiera de pan y cebolla, lo mejor es la huída: las mujeres y los niños deben sobrevivir.
Las mujeres escritoras tienen otras opciones: a veces consiguen un ser bondadoso y generoso: un encanto, un elvis del lago que las mantiene, a sabiendas de que quemarán la comida y olvidarán recoger de la lavandería el traje que ellos necesitan usar esa misma noche en una cena importante, o que alguna vez saldrán solas de viaje para hacerse promoción o para investigar algo y encontrarán por allí un amante y que regresarán entre arrepentidas y felices, como el gato que se comió al canario, diciendo: ¿qué voy a hacer si ésa es mi naturaleza? Y ellos, sin embargo, se sienten orgullosos de soportar a ese ser extraordinario y lleno de misteriosos esplendores que tienen en la casa, a su alcance para admirarlo o quizá hasta exhibirlo como a un precioso gato de angora, un jarrón de antigua porcelana china o un candelabro celta de cristal cortado, hasta que se cansan de tanto resplandor, o quizá no se cansan y siguen en él hasta morir, dejando la desconsolada viuda en este mundo traidor. O, a veces, las mujeres escritoras se van, dejan a sus hijos a la Buena del Creador, se los entregan al padre protector y bienaventurado, si es posible, o a los abuelos siempre ansiosos de un chance así, para que los críen bien y los eduquen y los alimenten y ella pueda verlos de tiempo en tiempo sin sentirse demasiado culpable, porque era lo mejor: ellos tienen lo que merecen y cada uno siempre lo tiene. O escogen la soledad y andan por allí perdiendo la vista en ínfimos empleos, escribiendo en los ratos libres, en las altas madrugadas, ansiando ser amadas y amar, aunque queriendo conservar tiempo y espacio: contradicción tras contradicción, paradoja tras paradoja: extrañas estaciones de la Via Vitae: la vida es un jardín de senderos que se bifurcan: opciones del código binario: ¿quiéres parir o escribir?¿quieres cenar en un restaurante de lujo o comprar la última novela de Milan Kundera?¿la escritora tiene miedo porque el amado que tiene los ojos color de miel y dulces dulcísimos podría irse o el amado debe sentir miedo porque la escritora se irá en cualquier momento, a riesgo de todo, empalagada por los dulces dulcísimos ojos? Y por si fuera poco, la escritora, más sensible que las demás hembras de su especie, cuando tiene la regla tiende a la hipersensibilidad y la autodestrucción: ¿sabía los críticos literarios que sus comentarios sobre una escritora pueden tener efectos catastróficos si son negativos y ella los lee en el momento de una depresión post-parto o post-aborto o en los linderos de la menopausia?¿Te has preguntado tú, mujer que escribes, por qué razón un porcentaje de sólo un dígito de escritoras llega a ser mencionado en las historias de la literatura?¿es un asunto de Mankind's Power solamente?¿hay un factor de designio fisiológico en ello? ¿una escritora es un jardín floreciendo, florecido o definitivamente sin flores?¿es diferente la cosa si la mujer consigue por su trabajo literario dinero, fama, invitaciones y festejos y halagos y todo lo demás? Oh no no. Siempre habrá quien espíe en su alcoba y en su bolsa de desperdicios para ver el color de su sexualidad y las alternancias de sus ciclos. Y ella lo reforzará, como en una condena. Y al final, la mujer escritora terminará en su casa solitaria: el suicidio, la muerte por inanición, quizá, pero quizá también la muerte en una clínica famosa, acompañada por un rubio secretario que calentó el lecho en la vejez a cambio de un buen sueldo y que aspirará a heredar sus derechos para írselos a gastar con la muñeca que guarda en algún lugar.

(De El diario íntimo de Francisca Malabar)

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