sábado, 26 de octubre de 2013

EL OFICIO DEL ESCRITOR




Milagros Mata Gil


Uno se siente confrontado, paralizado por los más oscuros terrores, detenido en el camino que ha transitado durante mucho tiempo, y que está flanqueado por un abismo y una montaña. Camino que asciende, siempre asciende, que es cada vez más difícil de ascender y transitar, y donde el riesgo de la caída es cada vez mayor.

Uno se siente confrontado, repito. Recuerdo una imagen: el amanecer iba brotando desde todas las cosas. Era un paisaje fluvial, un río gris, un paisaje gris con árboles oscuros. Un día gris. Un amanecer gris. Pero, en medio de ese tono de película nórdica, había una luminosidad que no tenía nada que ver con la que me era tan familiar. Y, de pronto, en la quietud de ese paisaje, se escuchó el sonido de un cañón y fue como si una tenue lluvia de ceniza cayera sobre todo, alterándolo.

Tal vez suene cursi: fueron las lecturas sobre las Primera y Segunda Guerra, las lecturas de Lajos Zilahy y Curzio Malaparte, las que me decidieron a asumir como oficio una inclinación, que a menudo me pareció enfermiza, arrastrada durante toda la vida: la de poner por escrito el mundo que me rodea.

Esa revelación me llegó de pronto, en medio del sueño. Ahora son las cuatro de la madrugada, y el pueblo duerme a mi alrededor. Los perros ladran a los transeúntes, los buses que llegan desde el centro, se escuchan con nitidez: motores turbulentos en el silencio de la hora: ¿cómo me metí en este lío de escribir? ¿cómo he estado haciendo de él un oficio, una profesión, una manera de vida, un conflicto existencial, hasta el punto de que mi trabajo se ha convertido en algo más importante que mi vida? No lo sé. Es como con la bicicleta de ejercicios.

Al principio, uno la compra porque piensa que puede mejorar la forma física sin tener que salir de casa, que puede ejercitarse porque le hace falta al cuerpo, que puede vencer la inactividad a que lo fuerza la intelectualidad del trabajo. Luego, se convierte en un reto (con otros, consigo mismo) y, finalmente, en un riesgo diario: en algo que se debe cumplir para obtener un producto cada vez más perfeccionado. A veces, también se tiende a abandonarla, cuando las otras ocupaciones del mundo y la cotidianidad, obnubilan el tiempo que, virtuosamente, se dedicó a la preparación y el cuidado del cuerpo: esa caja de Dios.

Busco entre los libros que están sobre mi mesa, hasta encontrarla, la frase de Celan que me propuso hace días cómo podía enfocar este texto para hacer el intento de acercarme a una definición de mi oficio: Caminos de una voz hacia un tú perceptible... un enviarse previamente hacia sí mismo, en busca de sí mismo. La encontré en un cuaderno: una hoja separada, sin identificación de la cita. Sin un indicador de donde encontrarla. No es raro. A menudo lo hago: escribo en esas libretas de tapa azul que tienen la inscripción utilitaria: BLOCK RAYADO PARA CARTAS, con marcadores de punta extrafina (no bolígrafos, ni plumas, porque siempre temo que me manchen los dedos; tampoco lápices de grafito, porque pienso que su vida es demasiado efímera) los textos que me van a servir para trabajos que algún día haré. Tengo una gaveta llena de esos cuadernos desterrados a una zona de olvido parcial. De tiempo en tiempo los rescato, y encuentro algunas de esas iluminaciones de las que hablé al principio: alguna cosa deslumbrante, al lado de otras, terriblemente opacas, y allí puedo decidir qué haré con cada una de ellas. Antes, temía deshacerme de los textos opacos. Los amaba y los respetaba por la esencialidad apasionada de su origen. Pero me he vuelto exigente y consciente de la historia: destruyo todo aquello que sé que jamás mejoraré, que jamás utilizaré.

Ignoro si de esto se trataba cuando se me solicitó escribir sobre el oficio del escrtor. ¿Es sobre mi oficio, sobre estas intimidades de mi oficio que debo escribir? Al principio, uno podía escribir con espontaneidad, sin presiones ni lazos tendidos en el camino y que pudieran atraparlo. Los primeros textos que surgen de mi asunción del destino del escritor (abandonando todo lo demás, como en una antigua religión, como dice el Evangelio que le dijo Jesús a sus seguidores) tienen esa frescura, esa libertad, ese desenfado producto de la imposibilidad real de verlos publicados, y, por lo tanto, confrontados con los lectores y los críticos. Las primeras publicaciones, los concursos a que me sometí y la aceptación y/o rechazo que comenzaron a producir mis textos, me fueron agregando una angustia adicional, hasta entonces desconocida: sentía que detrás de mí estaban los ojos del público. Esa atención me fascinaba y me horrorizaba. Sentía que en algún momento debía rendir cuentas por los favores recibidos, y que cada texto publicado era un Juicio donde iba yo, indefensa, sólo con mi verdad condicional, a solicitar la clemencia de jurados y jueces y curiosos desde las barras. Entonces releí una entrevista realizada a Faulkner, y creo que por primera vez, o quizá racionalicé lo que ya había entendido, que este es un oficio:

para practicantes solitarios
para egocéntricos
para solipsistas

pero que eso no rechazaba, ni la posibilidad de los interlocutores, ni el deseo de construir la obra para ellos.

Sólo que no era posible dejarse atrapar en las trampas del mercado y el deseo de ser reconocido, de tener las prebendas que ofrece el estrellato, y que se presentaban a menudo como la necesidad de tener quien lo lea. Si El Coronel no tenía quien le escribiera, El Escritor puede permitirse, circunstancialmente, el lujo de no tener quien lo lea. Porque al final, si la obra aparece con su intensidad propia, ésa que surge como el amanecer sobre el río, brotando de sus interioridades y sus palabras, el interlocutor surgirá en el sitio más inesperado, en el tiempo más inimaginable. Por lo menos, ésa es la esperanzada finalidad del asunto.

Pero esa reflexión lleva a la famosa torre de marfil. Virginia Woolf clasificó en su momento la naturaleza de estas torres: había las torres erguidas: las mansiones verticales adonde el escritor se iba, elevado por encima de sus circunstancias, teniendo buena vista de ellas, vinculado estrechamente a su grupo social, y oteando de vez en cuando el lejano horizonte. Y había la torre de marfil inclinada, allí donde vivían esos que se desgarraban entre su visión de la realidad y su escritura: atrapados en sus contradicciones, observaban siempre desde arriba, con infinita angustia, pero no podían descender con facilidad.

Las torres de marfil, a pesar de los deseos de algunos, no han sido demolidas. Por el contrario, el desmoronamiento del mundo (que parecía sólido) alrededor nuestro, esa caída, ya consuetudinaria, de los muros, que nos deja oir el ruido de cosas desplomándose y sentir la densa polvareda, y nos va dejando desamparados y a la intemperie, nos deja como refugios los subterráneos magníficos y las torres de marfil.

La vida es cada vez más terrible: estamos ante ella inermes, cada hombre es un individuo y el Estado, como en Brasil: la película, es una maquinaria coherente que puede anticipar aun las respuestas más incoherentes del individuo. Ya no podemos creer en panaceas, sino en Utopías. El oficio del escritor tiene mucho que ver con esa trasposición de la fe.

Porque, en este descubrimiento de lo que significa el oficio, asumo que es necesario que el escritor tenga un profundo grado de identidad consigo mismo: sólo de sí mismo va a extraer el material para construir sus obras: él es como una máquina transformadora de desechos: toma de su experiencia, de su percepción, de su intelección, de su captación de las lecturas, los elementos básicos que son triturados en su interior, y permanecen allí, en estado de latencia, hasta que un prodigio inexplicado, un efecto anterior al tiempo, hagan surgir del él el deseo de ponerlo por escrito y decida por él cómo. Hay allí una delicada transitoriedad, un equilibrio.

¿No es todo eso, en el fondo, un asunto de valor? Hay que tener valentía y coraje para decir, para nombrar, para invocar, y también para falsificar, es decir, para transmutar la energía creadora y sus ficciones en oro de eternidad. Piedra filosofal. Enigma. Y, sin embargo, en medio del enigma, o quizá saliendo de él, está el otro valor que debe tener un escritor: el de ser vox clamans, voz que se eleva desde el desierto, voz que hiere a los otros, que los convoca a la vida, que los mantiene vivos y no los deja olvidar que toda indiferencia y toda neutralidad atentan contra la especie: es inhumana.

Mas no se trata de convertir la expresión literaria en un documento de rebeldía. Ese es el riesgo de los escritores que viven en el ojo de la tormenta. Sobre todo en Latinoamérica, y es posible imaginar que en países como los africanos o los caribeños, el escritor asume con frecuencia la vox politica: el don de la profecía: el Denunciante de la Injusticia, el Anunciante del Mundo Mejor.

No siento que me pertenece esa vox. Dentro de mí hay otro tono, el intranquilo de Grass, ése que obstruye la rutina del engranaje, y vive. No es el tono de los semimuertos, ése que ha sido llamado tono de la postmodernidad, y que, en el fondo, es un aterrado conformismo con la imagen del mundo propuesta por los desarrollistas económicos, los dirigentes neoliberales y los vendedores de objetos. Es un tono en vivo: el del hombre que se dedica a escribir la realidad y no a proveer decoraciones para que florezcan las fantasías provistas por los medios de incitación al consumo y las falacias de los políticos. La vida en sí es muy subversiva.

Recuerdo a Dos Passos, por ejemplo: novelas construidas con episodios de lo cotidiano, con recortes de los periódicos, con relatos simplicísimos. Y Dos Passos fue considerado en su tiempo un peligroso rebelde: un atentador contra el sistema, al que ponía en riesgo con sólo el poder de su palabra. Se trata, pues, del valor sumo de poner verazmente la realidad en la escritura.

Por lo demás, está el asunto del lenguaje. No se trata solamente de hablar de esas cosas, de esas inquietudes que tratan de la relación del escritor con el mundo. Se trata, además, de aceptar con plena consciencia que la materia prima primordial, de la misma naturaleza que aquélla con la que Dios creó al mundo, es la palabra. Pura y reluciente, como un puñal de acero de Toledo. El trabajo verdadero del escritor: el que corresponde a la praxis del oficio, es constituir la palabra en un elemento de alta potencialidad estética.

(Al lado del sitio de donde escribo, están los numerosos diccionarios: el amanecer, allá afuera, es casi un hecho, entre los árboles de mango, una luz azulada va tiñendo el cielo. Y los gallos cantan. Quizá en otro tiempo, sin gallos y sin perros y sin árboles de mango y aguacate y pomarrosa, recordaré esta madrugada. Quizá ya no creeré en lo mismo que hoy escribo. Habré cambiado, fruto de mi tiempo y del tiempo ajeno. Y quizá el sabor del café caliente en las mañanas me estará vedado ya. El sabor del café que tomaba mi padre y que es casi el mismo que tomo yo. Pocas cosas cambian radicalmente en estos pueblos. Y, las que cambian, son siempre absorbidas, transformadas por le magia ancestral: esta computadora, por ejemplo, donde voy trazando los signos que antes escribí en la libreta. Los apuntes electrónicos. En imperfecto español, me da instrucciones de vez en vez y de cuando en cuando. Sus sinónimos me divierten. Los sinónimos son, hoy por hoy, mi mayor distracción: no repetir palabras, es el reto. Hay en ese estante diccionarios de sinónimos, de antónimos, de parónimos e ideas afines, los hay de español, de francés, de inglés, de portugués, de italiano, de alemán, y hasta un extraño diccionario multilingüe que encontré en los estantes empolvados de una librería de pueblo. Hay tratados de ortografía y redacción. Vivaldi, por supuesto. Hay historias de la Literatura Española e Hispanoamericana. Todo eso está en el estante más usado: el situado al lado de la máquina. A mi izquierda, afiches de Liszt y Chaplin. Al frente, un gran afiche que representa una especie de palacio-barco de cristal. El autor es Rodney Matthews, y dice 1981. La poesía).

Ignoro si he podido captar lo que se llama el oficio del escritor. Todo se ignora en este oficio. La luz de la habitación no me deja percibir en todo su esplendor la del día que comienza. Ya hace calor, y es apenas enero. Ignoro si soy una esteta o una investigadora, si soy una intuitiva o una comprometida. Ni siquiera Sartre, a quien adoré en mi adolescencia, me pudo convencer de que un escritor no es capaz de crear el mundo. En mis temporadas de soberbia, me siento identificada con el papel de Dios. En las de humildad, me siento como un vehículo del Espíritu Creador que los griegos llamaban apeirón. No sé qué soy cuando me llamo escritora. Sé dónde estoy, o al menos eso creo: en un camino ascendente, flanqueado por un abismo y una montaña.

miércoles, 23 de octubre de 2013

ACERCA DE ENAMORAR (SE) Y AMAR



Milagros Mata Gil y Juan Francisco García

Ahora que estás escribiéndolo, no sabes qué parte de ello es realidad y qué parte literatura. Es tan íntimo el vínculo entre lo que sientes, lo que piensas y el deseo de darle forma estética a eso que sientes y piensas que no sabes ya cuál es la frontera, ni si de súbito un territorio real, un sentimiento real, se transforman en objeto de arte o en ficción literaria... Esta mañana, ante el magnífico amanecer, lujo de colores que deparan estos días, sentiste que la felicidad residía en esas cosas pequeñas: percepción de una flor, el agua desgranándose bajo la luz, el olor a yerba recién cortada... No es la primera vez que te invade esa completitud ante algo que parece ser insignificante, algo que pasa desapercibido la mayor parte de las veces: un arcoiris entrevisto en la carretera, un sorbo de buen café, las montañas recortándose con trazo y dimensión perfectos contra el cielo casi índigo. También esto, supones, a veces, cuando no te hiere, cuando no te irrita, cuando no te molesta.

En algunas oportunidades has sentido una rabia explícita y terrible. Has sentido el deseo de arrancarte el cuerpo, de arrancarte del pecho el sentimiento que te debilita, que te hace sentir estúpida. Hay en esa rabia un dolor tan grande que es casi físico. Entonces, sólo tratas de respirar, sintiendo cómo el aire entra en los pulmones y entonces todo se va calmando, todo va volviendo a su lugar, el dolor desaparece suavemente y sólo queda cierta leve irritación, cierto desgano, cierta melancolía que también se deja atrás cuando la cotidianeidad te alcanza y te alcanzan los deberes, los derechos, el sonido del televisor antes de dormirte, la tentación de un libro o de una música.

De cualquier forma, aunque te quemen rabia y pudores, has decidido a entregar estos textos. Necesitas que otro sepa de estos atroces prodigios antes de que las erosiones de Agosto y sus ocios y placeres arrasen su belleza. Porque no puedes negar esa belleza (no es posible negarla) ni lo que ella ha supuesto y producido, y que es mucho más de lo que tú piensas, o de lo que otros pudieran pensar, porque no se saben aún sus consecuencias finales. Y no puedes negar cómo él, o esto, o como se llame, ha enriquecido tu vida.

Lección Nº 4:
DE CÓMO UN SENTIMIENTO ABRUMADOR SE TRADUCE EN ESCRITURA Y SE TRANSFORMA EN ESPEJO, CON TODAS LAS DERIVACIONES QUE ELLO IMPLICA, INCLUYENDO LAS POSIBILIDADES DE DIMENSIONARLO MEDIANTE LOS POSTULADOS DE LA GEOMETRÍA CURVA.


Primer Inter-Texto de Juan Francisco García

Para poder estudiar las diferencias entre amar y enamorar-se es necesario ampliar los términos, es decir, hay que también abordar las palabras afecto, amor y querer. Los dos verbos iniciales (amar y enamorar-se) se conjugan en la lexia del afecto. Afecto es adjetivo, registrado hacia 1588 y está tomado del latín affectus, participio pasado de afficere poner en cierto estado, derivado de facere (hacer, según Corominas, 1990). El afecto es ponerse en cierto estado sentimental y está unido al darse cuenta, al tomar conciencia de que se está en ese cierto estado. Por ello, María Moliner (1979) en la primera acepción, señala afecto en un sentido amplio como sentimiento o pasión. Luego, añade: Acualquier estado de ánimo que consiete en alegrarse o entristecerse, amar u odiar. El afecto está ligado a las nociones de inclinarse (Casares, 1978) o aficionarse a algo, lo que corresponde a la primera entrada del DRAE. También está ligado a conquistar, dejarse atraer, dejarse conquistar, amar, enamorar-se y odiar. Ahora bien, todo sentimiento o cualquier estado del sentimiento se inserta de hecho en afecto, que funciona entonces como palabra-matriz, o, como se dijo al principio, lexia. Afecto, paradójicamente, es un verbo considerado de acción por excelencia debido a su parentesco con facere (y no de pasión, ni de padecimiento, a pesar de los padeceres que su acción pueda provocar).


10 de Julio de 1998

Te es difícil (te ha sido muy difícil) aceptar ante otro lo que apenas si has podido aceptar ante tí. Quizá por eso escribes. Para ver si reflejándote en el papel (ese espejo opaco, al decir de Seferis) puedes entender las circunstancias. Revalorizarlas a la luz de lo que la gente sensata acostumbra llamar la madurez, la adultez y el sentido crítico.

En el principio, fue ese resplandor, esa iluminación, esa transfiguración de los espacios cotidianos, esa felicidad que te hacía pensar cada vez que debías verlo que aprendste en la primerísima juventud:

Hoy la tierra y el cielo me sonríen
Hoy llega al fondo de mi alma el sol
Hoy lo he visto: (lo he visto y me ha mirado!
Hoy creo en Dios.


De pronto, a la entrada de lo que semejaba un tranquilo, pacífico, otoño (aplacadas las terribles hogueras del corazón y la carne por la fuerzas de las tormentas) y cuando escribías versos acerca de sachets perfumados rellenos de flores secas, surgió ese resplandor, te me devolviéndote la capacidad de apreciar ese tiempo que bulle entre el fin de la primavera y el principio del verano. Eso cambió tus perspectivas. Viste entonces con claridad las cadenas que te habías impuesto y las desechaste. Sin tantas presiones, te sentiste ligera y feliz. Por primera vez en mucho tiempo, la levedad del aire era capaz de internarse profundamente en tus pulmones y eso alteró el control sobre tus sentidos y tus sentimientos.

Luego, vino un período de reflexión. Hubo miedo y dolor. Te aterrorizaba el vértigo ante el abismo: ¿caer hacia dónde?¿caer hacia qué? Te aterrorizaba también la ambigüedad de la situación. Porque a veces te habías sentido como una novia inocente y pletórica de inocencia, tan cálidamente cercada por cierta atmósfera, una novia tan armoniosamente situada en el mundo junto a alguien a quien descubría con destellos casi esplendorosos, alguien que daba seguridad sin cadenas, en quien era posible reconocer un igual, o, mejor, un maestro. Pero nada indicaba que eso no fuera una ficción generada más por tu deseo que por los elementos de lo real.

Segundo Inter-Texto de Juan Francisco

Veamos ahora amor y, en ciernto modo, afecto, pero ya en otra acepción. Amor, según Corominas, proviene de amar y está registrada hacia 1140. Para el DRAE, amor es el sentimiento que mueve a desear que la realidad amada: otra persona, un grupo humano o alguna cosa, alcance lo que se juzga su bien, y a procurar que ese deseo se cumpla, y a gozar como bien propio el hecho de saberlo cumplido. Esta primera acepción parece moverse hacia el altruismo y supone un amor puro y abstracto. Por su parte, Moliner dice: Asentimiento experimentado por una persona hacia otra, que se manifiesta a desear su compañía, alegrarse con lo que es bueno para ella y sufrir con lo que es malo. Para esta autora, la primera definición se encamina hacia el amor de pareja y plantea un amor concreto, alejado de la abstracción de la primera del DRAE. Mientras que Casares admite en su primera acepción: Asentimiento afectivo que nos mueve a buscar lo que consideramos bueno para poseerlo o gozarlo. Es una definición más general, si se la relaciona como Moliner, pero más limitada, si se la compara con la de la Academia. El amor es visto como posesión y goce. Es movimiento y eso lo une con enamorar-se. Para el Diccionario Vox de la Encarta Multimedia (1997), el amor es vivo afecto, inclinación hacia una persona o una cosa. En un segundo campo semántico, el DRAE, Casares y Vox asumen que el amor es apetito sexual, pasión, atracción y atracción afectiva. En cuanto a enamorar-se, el Vox da tres acepciones, a saber: 1. Tener amor a personas, animales o cosas. 2. Tener amor a seres sobrenaturales. 3. Desear, aspirar al conocimiento y disfrute del ser amado. Esta última recuerda el amor intellectualis, de Spinoza, aunque para él, este tipo de amor era exclusivamente dirigido a Dios. Pero esta tercera acepción y su vertiente spinoziana remiten al amor idealizado: ese punto intermedio entre el amor altruista y el amor de pareja. El que ama hace cosas por el amado, aunque jamás llegue a poseerlo y aunque jamás se entere. El amor así concebido genera grandes proezas. Todo lo puede y lo mueve, como la fe. Y no espera nada a cambio, aunque en el fondo se piensa en el milagro de la recompensa.


OTRO ACERCAMIENTO

Enamorarse es como vivir dentro de un relámpago que, en medio de la más oscura noche, permite vislumbrar un paisaje. La visión puede ser clarísima, pero el relámpago mismo es efímero. Enamorarse es como vivir dentro de la llama de una lámpara de alcohol: una llama azul y leve que consume velozmente el combustible que la alimenta. Enamorarse es, como decía Andrés Eloy Blanco una brasa que vive de su propia quemadura. ¿Dura seis semanas tal iluminación, tal y como aseguran los psicólogos clínicos expertos en neurosis? Quizá. Tu racionalismo, tu deseo de explicar y controlar los acontecimientos, te han convencido de que después de seis semanas la quemadura de amor que ahora sientes habrá sanado: será una levísima cicatriz clara en el espíritu, un precioso recuerdo y este montón de palabras que te negarás a evocar e inclusive a reconocer. Y si escribes como si fuera una carta, si hoy te has decidido a escribir, es porque crees que tienes derecho de saber, a pesar de la condena de esa efimeridad (¿sólo lo efímero es eterno?).

Tercer Inter-texto de Juan Francisco

El verbo enamorar-se es un verbo incoactivo, porque indica el momento de iniciarse el suceso, es decir, indica el momento en que se inicia el proceso de amar. Los verbos incoactivos, señalados por Werner (1980) son verbos de duración brevísima como empezar a, palidecer, ruborizarse, madurar, florecer, sonar. Recuérdese para ello la primera acepción de María Moliner para enamorar-se: “empezar a sentir amor”. Por su misma condición, enamorar-se es un verbo mutativo, es decir, indica una transición hacia otro estado: enamorar-se es el camino entre no-amar y amar: entre el dicho y el hecho. Hay en eso implícito un cambio de estado del ánimo. Se vive el sentimiento, o, mejor, se padece y no es posible hacer nada para detener ese padecimiento. Sólo cuando está instaurado el sentimiento del amor es cuando es posible alimentarlo o destuirlo. De cualquier manera, y, citando a Herrero: amoris vulnus idem sanat qui facit (la llama del amor sólo quien la hace la apaga).


SEGUNDO ACERCAMIENTO
19 de Julio de 1998

¿Lo amas? (Te preguntas)¿Es eso que sientes Amor che muove il sole e l’altre stelle, como dice el Dante?¿Es el sentimiento que ilumina y vivifica, transfigura y revela, da dolor y libertad, paz y conflicto, y sostiene así la arquitectura del mundo? Pero si así fuera, la experiencia sería (quieres creerlo) distinta: sería un sentimiento contemplativo y altruista, una idealización que ardería hasta extinguirse, una especie de fuego fatuo. A menos que el otro, el amado, alimentara su esencia de pasión y transmutara hacia otra cosa, aún indefinida, materia onírica en la que jamás te has atrevido a pensar... ¿Y sería posible que el otro lo alimentara, que lo reconociera y lo aceptara más allá de todo prejuicio o límite? Las preguntas son retóricas: aluden a una potencialidad y no a un hecho, pero aun si se refirieran a uno, no requieren respuestas. Porque has comprendido al fin lo que Platón decía en cuanto a que después de haber contemplado lo ideal y puro del objeto amado una y otra vez, su imagen se revela, mas ya no puede ser representada como imagen sensible, sino que se representa ella misma, sin mutaciones, sin aumento, sin desgaste.

Por otra parte, y, como lo expresó tan exacta y radicalmente San Pablo:

Si yo hablara todas las lenguas de los hombres y de los ángeles y me faltara el amor, no sería más que una campana de bronce que toca y toca y resuena y resuena. Si yo tuviera el don de la profecía, si conociera todas las cosas, las abiertas y las secretas, con toda clase de conocimientos, si tuviera tanta fe como para trasladar de sitio los montes, pero me faltara el amor, nada sería. Si repartiera todas mis posesiones y hasta mi cuerpo entregara para ser sacrificado y fuera llamada una persona generosa, pero sin tener amor, de nada me serviría.
(Carta a los Corintios, I: 1-3)

Cuarto Inter-Texto de Juan Francisco

Enamorar-se se reporta como un estado, pero obviamente relativo, muy relativo, quizá con el verbo estar. Lo que se quiere es retener ese instante o breve momento de enamorar-se: la llama que surge, el vivo afecto. Si se acepta que querer –que también se vincula con este verbo- tiene entre sus acepciones investigar e inquirir, es posible aseverar que una persona se enamora de otra a partir de lo que esa otra estimula. Luego, se comienza a ver si la otra persona, se indaga si la otra persona siente algo parecido. En palabras de Casares, se tiene, cuando se está enamorado, suficiente sentimiento afectivo como para moverse a buscar. Y, por último, obtenido el consentimiento del otro, se concibe o se engendra el amor.


TERCER ACERCAMIENTO
20 de Julio

Ahora, después de una lluvia fuerte y sólida, el sol recupera sus fueros. El jardín luce verdísimo y las trinitarias florecidas se inclinan, brillantes por el agua y la luz. Así son los humanos, como ese jardín, como estos ciclos de lluvia y no lluvia... Todo es tan profusamente hermoso que no sabes ni cómo expresarlo, ni cómo alejarte de la máquina y de la ventana abierta hacia el jardín para terminar esta ¿carta? (que jamás debiste empezar, que enviarás nunca).

Quinto Inter-Texto de Juan Francisco

El enamorar-se es de gran intensidad, de corta duración. Una persona pudiera morirse por la profundidad y la fuerza que puede alcanzar la sensación. Pudiera compararse a la que produce el Orinoco en Agosto frente a la Laja de la Zapoara. El amar y el querer son sentimientos y emociones más uniformes y duraderos. Sin embargo, pueden carecer de la virtud del enamoramiento, que en sí melle et felle est fecundissimus (fecundísimo en miel y en hiel).



Ciudad Bolívar, Agosto de 1998
Milagros Mata Gil y Juan Francisco García

domingo, 20 de octubre de 2013

DEL LIBRO MEDIEVAL A LA CASA FRENTE AL RÍO




Del Libro Medieval a La Casa frente al Río:
una relación (como cualquier otra) entre la lectura, la escritura y la literatura

MILAGROS MATA GIL

I.
Desde el siglo XIII, el libro como objeto e instrumento se convierte en la base de la enseñanza. Resulta aún hoy una imagen magnífica ésa que nos lega el maestro parisiense Juan de Garlande, quien describe su ambiente de trabajo: una habitación iluminada con velas de sebo en un candelabro de tres brazos (y uno puede sentir el penetrante olor del sebo quemándose, puede percibir el amarillo esplendor de la llama) donde destaca un pupitre (pulpitum, en latín), especie de atril con muescas que permiten graduarlo, subirlo y bajarlo a la altura de lo que se lee. Sobre el pupitre hay, además, una tabla donde se colocan: el embudo con tinta, la pluma, la plomada, la regla, la piedra pómez con raspador, el pergamino y, en ocasiones, una pizarra y tiza. Es decir, la lectura indisolublemente unida a esa traducción del espíritu a la cifra que es la escritura.

II.
Dos siglos después, el libro es impreso. Las consecuencias de esa invención de la imprenta de tipos móviles son enormes. El objeto-libro se transmuta en la expresión de:

Visiones, cosmovisiones
distintas
percepciones

y la escritura pasa a ser la representación más cotidiana y, a la vez, más poderosa, de cuanto esencial hay en el hombre y sus maneras de relacionarse con el entorno y de las formas que el entorno mismo tiene, adopta, para vincularse con el hombre.

En el siglo XV, citando a Jacques Le Goff: No sólo los profesores y los estudiantes debían leer a los autores que figuraban en los programas, sino que debían conservarse por escrito los cursos de los profesores. Ellos debían escribirlos y los estudiantes debían tomar notas (relaciones) algunas de las cuales han llegado hasta nuestros días. Es más aún, los cursos debían ser publicados y debían serlo rápidamente para que se los pudiese consultar en el momento de los exámenes. [Le Goff, p. 87].
Todo ello implica un cambio en la letra y el formato de los libros. Hasta entonces, eran grandes folios elaborados y ornamentados. A partir del siglo XV, o antes, el libro se va haciendo cada vez más sencillo, más austero, más manejable y transportable. Hay cambios radicales en su producción. Hoy suelen parecer comunes y triviales, pero en su momento fueron dramáticos. Por ejemplo, la adopción de las letras minúsculas corresponde a progresos tecnológicos de la escritura: cuando se pasa de la caña de escribir a la pluma, preferiblemente de ganso. Progresivamente, desaparecen también los dibujos en miniatura y las letras redecoradas. El libro ya no es una cosa de lujo, sino un instrumento: una herramienta para tener acceso al saber.

Tal vez sea pertinente señalar aquí la inmensa deuda que los hacedores de libros tienen con el mundo musulmán: durante las Cruzadas, los cristianos aprendieron de los árabes (quienes a su vez lo habían aprendido de los chinos) el arte de preparar el papel a partir del líber o liber, parte interior de la corteza de ciertos vegetales dicotiledóneos leñosos. La enciclopedia informa sobre tales dicotiledóneos, entre ellos los magnoliáceos, cuyas hojas tienen nervios reticulares. Dice que son árboles que se desnudan en otoño y forman vistosas flores, conspicuas y grandes, al inicio de la primavera, antes de que surjan los renuevos. De su corteza leñosa sacaban, y aún sacan en algunos lugares, la pulpa para fabricar el papel. De la misma fuente árabe aprehendieron los cruzados occidentales los fundamentos de la imprenta, esos que sirvieron a Johan Gutenberg para construir la suya de tipos móviles de metal, con las consiguientes consecuencias que ello tuvo.

Por otra parte, tanto los copistas salidos de los monasterios, como después los impresores, se organizaron alrededor de las corporaciones universitarias, esos centros naturales de producción del saber, y se organizaron como gremios que, por derecho propio (y no se olvide que era entonces la Edad Media, ese período donde la gremialidad era la más alta consciencia del ser social) pertenecían a la Universidad y cooperaban en la construcción de la sapientia y de la scientia.

III.
Alrededor de la palabra escrita se construye, además, una disciplina llamada hermenéutica. Esto significa la interpretación (casi siempre en equilibrio muy inestable y casi volátil) que da cada sujeto sobre el objeto-texto que lee. La hermenéutica es como una linterna cuyo foco va deslizándose sobre el contenido textual, iluminando aspectos parciales, resaltándolos, dejando otros en la penumbra o la franca oscuridad. Un teórico contemporáneo de la hermenéutica, como Hans George Gadamer, establece que toda lectura es como un río que proviene de fuentes puntuales (a menudo alimentadas por manantiales diversos y subterráneos) y que va a desembocar, fluyente, siempre fluyente, en el inmenso mar océano de lo universal. Todo libro, por ende, viene de una tradición que lo nutre y lo construye, se inserta en ella, la modifica con su presencia y, además, propone a cada lector un ámbito de expectativas y perspectivas: espiral donde él mismo, el lector, el libro, tiene posibilidad abierta para insertarse y fluir.

En ese sentido, una de las propuestas que se han hecho los maestros desde hace mucho tiempo tiene su residencia especular en la cuestión de la necesidad de propiciar, mediante lo que se enseña, la sobrevivencia social. Hay un protagonismo de la letra impresa, del libro, en esa sobrevivencia. Se trata de establecer una armonía entre la raíz que absorbe los nutrientes de la tierra, las otras formas de exploración y alimentación que recogen nutrientes e informaciones del entorno y el rumbo de las guías del crecimiento del inmenso árbol que es nuestra sociedad o, mejor dicho, nuestra cultura. Se trata, además, de que ese árbol conviva con los otros que lo avecinan, entendiendo lo más ampliamente posible el término convivir.

IV.
De una u otra manera, la reflexión que hasta aquí se ha manejado lleva a considerar los cambios que la actual época ha venido realizando y proponiendo. En efecto, los medios audiovisuales, telemáticos e informáticos, han venido aparentando el desplazamiento de la función del libro (de la lectura y aun de la escritura). Desde hace más de 50 años se ha venido repitiendo que en cualquier momento el libro desaparecerá. Se convertirá en un objeto de Museo. En un fósil cultural, útil solamente para los antropólogos, los arquélogos y los coleccionistas. Ese momento fatal, ese triunfo de la imagen y la virtualidad, de lo evidente y objetivo, sobre la letra y el desciframiento, han sido anunciados con tristeza o alegría. Se han invocado ángeles apocalípticos con apocalípticas trompetas. Se han escrito numerosos libros, artículos en revistas divulgativas o arbitradas e inclusive arbitradas e indexadas, se han fotografiado los indexs como obsolescencias en vías de extinción, se han leído conferencias, para hablar de la inminente muerte del libro y, quizá, de la lectura.

Hay una novela de Ray Bradbury, publicada en 1953, sobre la cual François Truffaut hizo una película en 1966, FARENHEIT 451. En esa novela, la posesión y la lectura de libros son delitos capitales, altamente perseguidos por las policías del régimen. Los libros son incinerados en atroces hogueras, con gran aparato de represión, para disuadir a los curiosos o potenciales violadores de la norma. Entonces, en ese ambiente, aparece un grupo subversivo cuya función es rescatar, poseer y leer ese objeto tan deseado y peligroso.

En cierta forma, los lectores de hoy parecen haberse convertido en un grupo subversivo, por lo menos en este país. Hubo un patético momento en la educación venezolana en que se disminuyó la importancia de la enseñanza y el aprendizaje de la lectura y la escritura. La lengua materna, esa preciosa herencia que nos ha sido traspasada y trasvasada desde hace quinientos años, fue relegada a la caja de herramientas y, cuando creció, creció realenga y sin control, o creció enclaustrada en los gabinetes de los poetas, o en el cubil más exquisito de las academias. Como si perviviera aquel famoso lema de los soldados federalistas, Muerte a los que saben leer y escribir, se despreció y desprestigió durante años el sabor y el saber que emanaban de la lengua. Se obliteró su sensualidad y se ignoró el terrible poder de seducción que ella posee.

Pero he allí que persistió y desde su espacio de persistencia, refulgió. Renació entonces el interés en ella, la demodé. Renació no sólo por su atracción, sino también porque las grandes empresas que manejan los dineros del mundo entendieron la relación que ya Herodoto y Platón, en los lejanos días de los griegos, plantearan en sus leyendas sobre Giges: el poder de quien maneja la lengua es similar o mayor del que maneja los intríngulis de las finanzas: el desarrollo de todo poder deriva de la magia y la posibilidad de hacerse visible e invisible a voluntad: las monedas y la escritura son representaciones de ese poder. Hay entre ambos símbolos una relación semántica indisoluble. Y no ha habido sustitución de ese valor:
¿Por qué?

Tal vez porque, si bien la información que proveen los medios tecnológicos actuales es rápida, atrayente y a menudo muy completa, deja abiertos huecos inllenables. Y deja esa sensación del diálogo cortado por la frialdad de la transferencia.

Quizá, porque esa coartación significa una coerción adicional de la libertad de imaginar.

Posiblemente, porque uno está consciente de que en esas experiencias ligadas a la imagen subyace la necesidad pragmática y subjetiva de leer: es decir, toda imagen es legible en sí, pero su afinamiento depende de un texto, de una escritura, que la abarca, la circunda, la explica.

Es decir, toda imagen requiere de un desciframiento: de una tradición, de una escritura que la represente y reponga de ella y desde ella lo que de humano-individualismo tiene cada quien, por vía de especie.

Es decir, porque cada imagen tiene sólo la mitad del sentido, la mitad de la medalla, la mitad del anillo, la mitad..

V.
Ahora bien, es hora de poner boca arriba todas las cartas: lo que han escuchado hasta este momento es un ensayo, ese género que fluctúa entre la conversación informal y la literatura. Ese género que permite la intromisión de las ficciones en el mundo de lo real. Ese género sugerente y voluble mediante el cual los escritores incursionan con éxito como corsarios (provistos de la patente que les da el convivio con la lengua) en el campo de la ciencia desde los tiempos de los que apenas ahora se tiene memoria, cuando la filosofía era la cima del conocimiento y la ciencia era el dominio de los hechiceros y de los artistas. Ese género cuyos antecedentes vienen de los sofistas, que se entronca con los sabios vagabundos de la goliardía y con ciertos pícaros rescatados por la novela española del siglo XVI.

Han pasado desde entonces muchas aguas bajo los puentes y muchas teorías por las bibliotecas y las aulas de seminaristas. Hoy se vive el tiempo de los datos exactos. De los aparatajes académicos que revisten el rigor. De los softwares especializados en medir la producción. De la tutoría y la inquisición de los entogados, esos que determinan lo cualificable y lo cuantificable. Del prestigio cuasinfalible de las ciencias duras, experimentales, estrictas.

La filosofía y la especulación llevan hoy capas raídas de seda...
¡Un ensayo!

Pero ¿por qué mencionarlo?¿Por qué, de pronto, y cuando el auditorio está imbuido en fechas, citas enciclopédicas y referencias, hay que hablar sobre esa aventurera expedición del intelecto, ese espacio a medias lúdico, a medias erudito, con que se ha querido representar la también semiadquirida mezcla de informaciones?¿Por qué si se tomó el tiempo para recoger tanto data para el selecto grupo que entre la cortesía y la atención se debate en esta mañana desprestigiarse así con una referencia literaria?

Pues ¿no está acaso ya el río distrayendo en forma suficiente desde su sitio allá, más allá de las romanillas verdes y los arcos que coinciden con las ventanas?
¿No está la ciudad viva y vital distrayendo desde allá enfrente?
¿No está el olor del té de hibiscos distrayendo la memoria desde el pasado?
¿No distraen los problemas con la chequera o el transporte?
¿No es eso suficiente distracción como para venir a erosionar el prestigio de lo académico pronunciando las palabras ensayo y literatura?

[Sientan el suspenso. Sientan el palpitar de su corazón contra el costillar. Sientan cómo Julio Verne, el fantasma más nombrado, entra súbitamente en el corredor. Sientan su paso sobre la madera. Cojea. Sientan el olor del río en Agosto que lo rodea como una burbuja. Sientan...
Sientan la angustia creciente de la interrogante.
Y ahora, escuchen:


Estoy solo a orillas del río.
Las aves tejen y entretejen el cielo.
Las toninas soplan en los flancos de la marea.
Y en la vieja luz de mis huesos
Tanta mirada perdida
Tanta música desconsolada
Brotando como flechas de la memoria
Estoy desprovisto de senderos
Llega un caballo conversando de hojas tiernas
llega un friso troquelado en cuero de tambor
Llega un tigre que canta en los alto de una mata
Me vuelvo lejos
Como si la historia nos estuviera soñando
Como si el día fuera sin término
Ante mí pasa una bala
Pasa la página de un libro
Pasa un camposanto
Donde van despidiéndose
Del ayer o del mañana
Mis amigos
Pasa una mariposa vestida de mi rostro
Me siento mal frente a este hielo
Que se desdibuja
Frente a este humo
Que se deshace y me transforma
Escribo la estrella y desaparece
Escribo el fantasma y es mi olvido
Escribo mi nombre
Y el agua pasa por encima
Lavando sus tinieblas
El río
El río siempre

Y, de pronto, estamos todos aquí, unidos por la magia de la poesía.
Un poeta, Luis García Morales, guayanés de Angostura, nos está diciendo lo mismo que todos los días sentimos y no expresamos. Nos está traduciendo. Nos está llevando a leer su escritura y leernos nosotros en el mundo de su escritura...
¿Hay mejor argumento para terminar este texto que pretendió ser sobre la lectura y la escritura?
¿Hay mejor argumento para terminar esta conversación con gente que día a día emprende el oficio de enseñar a otros a leer y escribir, que la evidencia misma de que la literatura es vía, verdad, instrumento y alas más sólidas que las de Ícaro para elevarnos por encima de las miserias de lo cotidiano y salirnos del laberinto de soledades?
Así, pues, no se trata, no se puede tratar solamente del desciframiento instrumentado: del reconocimiento de las palabras en un papel, de la imitación más o menos exacta de esa palabra escrita. No se trata de caligrafía y ortografía y sintaxis y prosodia. No se trata de técnica solamente, ni de cosa similar.
Se trata de sentir la densidad de la palabra, su suculencia, su belleza y sonoridad.
De sentir el poder que tiene para invocar y evocar, la cualidad taumatúrgica, la otra cualidad: la demiúrgica: todo eso que ella contiene y revela...]


BIBLIOGRAFÍA CONSULTADA:

Britannica Encyclopaedia Multimedia (1996): Bradbury, Farenheith 451, Londres

Le Goff, Jacques (1986): El libro como instrumento, en Los intelectuales en la Edad Media, pp. 87-90, Gedisa, Madrid

García Morales, Luis (1985): El Río Siempre, Caracas, Edición del Autor (ver también en el CORREO DEL CARONÍ, e-12, 27 de Junio de 1998)

Microsoft Encarta 98 Referencia Multimedia (1997): Dicotiledóneas, Magnoliáceas, Libro, Líber, Nebrija, Bradbury, MS Latinoamericana, México




viernes, 14 de junio de 2013

LO COMPARTO

“Si soy consciente en el momento de mi muerte de que me estoy muriendo, me reconfortará pensar que nada me he perdido por prudencia o pereza, que le he arrancado a bocados a la vida cuanto ha puesto a mi alcance.”

Esther Tusquets (1936-2012)

jueves, 6 de junio de 2013

XXXIV SIMPOSIO DE DOCENTES E INVESTIGADORES DE LA LIT. VENEZOLANA

Hace casi cuarenta años, el Instituto Pedagógico de Caracas, mediante los esfuerzos de los profesores y escritores Elena Vera, Oscar Sambrano Urdaneta y Domingo Miliani, impulsaron la celebración de los Simposios de Docentes e Investigadores de la Literatura Venezolana, que reúne a profesores, investigadores y escritores en jornadas de conocimiento, reconocimiento e impulso de la Lit. Venezolana.

Este año, el Instituto Pedagógico de Maturín está auspiciando este evento, bajo la coordinación general del profesor Celso Medina.

Siendo este blog una vía para la promoción de la Lit. Venezolana, publicaremos las informaciones conforme las recibamos. Por lo pronto, hay una página, www.silve.com

jueves, 2 de mayo de 2013

sábado, 20 de abril de 2013

MI PAÍS DE LIBROS (MAPA FÍSICO)



I.

Aprendí a leer a muy temprana edad. Mi padrino Manuel Gil me inoculó el anhelo de leer cuando me hizo llegar unos enormes libros ilustrados con cuentos como La Cenicienta, Blanca Nieves, Hansel y Gretel, El Gato con Botas, Caperucita Roja, La Dama del Bosque, Las habichuelas mágicas, es decir, los Hermanos Grimm y Hans Christian Andersen. Mi madrina Carmen Sarabia, costurera como mi madre, me los leía en sus ratos libres, que no eran muchos para mi gusto, y a menudo dejaba la lectura para cuando me portara bien, circunstancia que era subjetiva y no calmaba mis ansias. Así que aprendí a leer, no recuerdo cómo y me libré de esas consideraciones de los adultos.

Cuando ingresé a la escuela primaria, un poco más lejos, cuando estaba en Tercer Grado, tenía a mi alcance la biblioteca del Colegio de La Divina Pastora, allá en Ciudad Bolívar. Uno pagaba un real, 0,50 de bolívar, por tener un libro durante una semana. Entonces leía muchas vidas de santos, historias sagradas y episodios de la historia universal. Leía mis libros de texto, en especial los de Secco-Ellauri y Baridon, historia y más historia: esos eran mis favoritos, junto a las biografías y autobiografías y algo de poesía mística, aunque mi madre también me enseñó varios poemas de Andrés Eloy Blanco y La oración por todos, de Andrés Bello.

Ve a rezar, hija mía. Ya es la hora
de la conciencia y del pensar profundo:
cesó el trabajo afanador y al mundo
la sombra va a colgar su pabellón.

Lee todo en: La oración por todos - Poemas de Andres Bello http://www.poemas-del-alma.com/andres-bello-la-oracion-por-todos.htm#ixzz2R1v4nR7R

Cuando pasé a Quinto Grado mi padrino me regaló una enciclopedia, El Tesoro de la Juventud, que leí con pasión, empapándome de conocimientos. Hasta que cumplí los doce años fui una niña enfermiza con una madre sobreprotectora, así que en vez de jugar al aire libre y en el glorioso patio (que aprendí luego a disfrutar) me estaba mucho rato en mi habitación, siempre leyendo. Antes de dormirme, inventaba historias que teatralizaba para mí. Era lo que mi madre llamaba la hora de Milagros, por darle nombre a esas aventuras. Ella creía firmemente en la bondad de los libros y por esa razón, cuando ya estaba en la Secundaria y disponía de una enorme biblioteca en el liceo, que decían había sido de un poeta regional, pude leer sin censura, ni orden, ni concierto, todo tipo de libros: poesía, cuentos, novelas: desde Homero hasta Balzac (un conjunto de dieciséis tomos) desde Shakespeare al y Marqués de Sade, de Lope de Vega a Bertolt Brecht, de Juan de la Cruz a Petronio, de Cervantes a Melville. Todo un mundo que absorbí ansiosamente. A los quince años ya tenía toda aquella edificación libresca, todos aquellos paisajes, todas las veredas y todos los abismos que me prepararon para la lectura de Breton, Rimbaud, Baudelaire y Verlaine: el ingreso a los mundos oscuros y a las exploraciones del subconsciente.

II.

En la Biblioteca Rómulo Gallegos, de Ciudad Bolívar, el poeta José Quiaragua daba clases nocturnas de sexto grado. Paralelamente, fue formando un grupo informal de lectores que a veces podían (podíamos) explorar nuestra escritura. Como muchos a mi edad, probé a escribir versos. Al principio, apegados a las rimas y las métricas y después, ya bajo la influencia plena del versolibrismo, auspiciando y explorando las metáforas.
Cuando me tocó escoger una carrera para continuar mis estudios, tuve ante mí dos opciones que me llamaban la atención: la historia y la literatura. Decidí lanzando una moneda al aire: literatura fue. Pero en mis análisis literarios siempre di un peso importante a los contextos históricos. Durante mis años de estudio en el Pedagógico de Caracas sistematicé las lecturas hechas: releí y releí dentro de una cronología y con unas herramientas que no había tenido. Seguí escribiendo versos, cada vez más espaciados. Otra pasión me arrebataba: el periodismo.

III.

Creo que fui una niña afortunada: mi padrino Manuel fue el gran proveedor de lecturas y discos de música clásica (esos discos de pasta de las colecciones que ofrecía la revista Selecciones) las lecturas de mi madrina Carmen y los versos que mi madre, Cira Gil, me hacía aprender de memoria. Además del acceso ilimitado a bibliotecas de privilegio y al hecho fortuito de que en mi ciudad no hubo señal de televisión hasta 1972.
Por si fuera poco, mi padre tenía un puesto de revistas y también tuve acceso ilimitado a los comics, historietas, revistas, novelas gráficas, vaqueras, románticas y fascículos de enciclopedias. La primera inversión en lecturas que realicé fueron cinco bolívares que pagué a mi papá por un tomo ilustrado con la historia de Superman.

En algún cumpleaños, me compraron El Principito, de Saint Exupery, que sigo leyendo con placer. Ese relato junto con El Lobo Estepario me ha proporcionado múltiples visiones de la vida. Las relecturas me producen ese efecto: hace unos años, estando de reposo debido a varias dolencias del cuerpo y del espíritu, me refugié en una habitación cerca de una caída de agua. El sonido del agua cayendo es muy reconfortante. Tuve a mi disposición la biblioteca que había preparado para mis hijos: releí, pues, a Julio Verne, Thomas Mann, Goethe, Stevenson, Mark Twain, Antonia Palacios, Teresa de la Parra, Rómulo Gallegos, Joseph Conrad, Herman Melville: fueron 150 libros y entre ellos el que más me impresionó fue Robinson Crusoe. Yo estaba, como aquel náufrago, en una ínsula solitaria (mas no Barataria) Y aunque los libros a mi alcance eran más de lo que él tuvo, eso no me impedía entrar y refrescarme en la Biblia. Siempre la Biblia.

IV.

Trabajaba yo en Antorcha, diario de El Tigre, en Anzoátegui, cuando Lambert Marcano, subdirector del periódico, me preguntó si había yo leído a la Generación Perdida. Él puso en mis manos Mientras agonizo, de William Faulkner. Por alguna razón, quizá debida al prejuicio contra lo norteamericano que algunos tuvimos en esos tiempos, yo había eludido con meticulosidad meterme con su literatura. Me sumergí con el placer de los aventureros y descubridores en toda esa veta que había ignorado. Qué de maravillas: los poetas, Whitman, Frost, los narradores. Todo aquel tesoro me encantó y aún me sigue encantando, ahora, cuando leo en inglés lo que antes leí en las traducciones.

El periodismo me enseñó a escribir, siempre lo digo. Pero sin esa acumulación de lecturas, mi escritura no sería lo que es hoy, si es que he alcanzado algo con ella.

Últimamente he estado preparando una galería de retratos de escritores del mundo y sus alrededores. La idea es tener a mano esas imágenes, tanto para elaborar un slideshow como para nutrir mis blogs. Tengo más de seiscientas imágenes de escrituras y referencias literarias y puedo decir que he leído todos los autores que allí se recogen. Pienso elaborar fichas biobibliográficas de esos que tengo en la imaginería y tal perspectiva me regocija …porque es un ejercicio de mi libertad. Aprendí a ser libre leyendo. Y seguiré siéndolo ahora, cuando ante mí ya se abren los colores del ocaso.

En días pasados envié a mi nieta de ocho años, un ejemplar en .pdf de El Principito y varias ilustraciones. Las tecnologías han cambiado, pero la magia es la misma. Si quieren, copien el enlace:

http://www.agirregabiria.net/g/sylvainaitor/principito.pdf

20 de abril de 2013

@milagrosmatagil

RETRATO

MILAGROS MATA GIL