sábado, 26 de octubre de 2013

EL OFICIO DEL ESCRITOR




Milagros Mata Gil


Uno se siente confrontado, paralizado por los más oscuros terrores, detenido en el camino que ha transitado durante mucho tiempo, y que está flanqueado por un abismo y una montaña. Camino que asciende, siempre asciende, que es cada vez más difícil de ascender y transitar, y donde el riesgo de la caída es cada vez mayor.

Uno se siente confrontado, repito. Recuerdo una imagen: el amanecer iba brotando desde todas las cosas. Era un paisaje fluvial, un río gris, un paisaje gris con árboles oscuros. Un día gris. Un amanecer gris. Pero, en medio de ese tono de película nórdica, había una luminosidad que no tenía nada que ver con la que me era tan familiar. Y, de pronto, en la quietud de ese paisaje, se escuchó el sonido de un cañón y fue como si una tenue lluvia de ceniza cayera sobre todo, alterándolo.

Tal vez suene cursi: fueron las lecturas sobre las Primera y Segunda Guerra, las lecturas de Lajos Zilahy y Curzio Malaparte, las que me decidieron a asumir como oficio una inclinación, que a menudo me pareció enfermiza, arrastrada durante toda la vida: la de poner por escrito el mundo que me rodea.

Esa revelación me llegó de pronto, en medio del sueño. Ahora son las cuatro de la madrugada, y el pueblo duerme a mi alrededor. Los perros ladran a los transeúntes, los buses que llegan desde el centro, se escuchan con nitidez: motores turbulentos en el silencio de la hora: ¿cómo me metí en este lío de escribir? ¿cómo he estado haciendo de él un oficio, una profesión, una manera de vida, un conflicto existencial, hasta el punto de que mi trabajo se ha convertido en algo más importante que mi vida? No lo sé. Es como con la bicicleta de ejercicios.

Al principio, uno la compra porque piensa que puede mejorar la forma física sin tener que salir de casa, que puede ejercitarse porque le hace falta al cuerpo, que puede vencer la inactividad a que lo fuerza la intelectualidad del trabajo. Luego, se convierte en un reto (con otros, consigo mismo) y, finalmente, en un riesgo diario: en algo que se debe cumplir para obtener un producto cada vez más perfeccionado. A veces, también se tiende a abandonarla, cuando las otras ocupaciones del mundo y la cotidianidad, obnubilan el tiempo que, virtuosamente, se dedicó a la preparación y el cuidado del cuerpo: esa caja de Dios.

Busco entre los libros que están sobre mi mesa, hasta encontrarla, la frase de Celan que me propuso hace días cómo podía enfocar este texto para hacer el intento de acercarme a una definición de mi oficio: Caminos de una voz hacia un tú perceptible... un enviarse previamente hacia sí mismo, en busca de sí mismo. La encontré en un cuaderno: una hoja separada, sin identificación de la cita. Sin un indicador de donde encontrarla. No es raro. A menudo lo hago: escribo en esas libretas de tapa azul que tienen la inscripción utilitaria: BLOCK RAYADO PARA CARTAS, con marcadores de punta extrafina (no bolígrafos, ni plumas, porque siempre temo que me manchen los dedos; tampoco lápices de grafito, porque pienso que su vida es demasiado efímera) los textos que me van a servir para trabajos que algún día haré. Tengo una gaveta llena de esos cuadernos desterrados a una zona de olvido parcial. De tiempo en tiempo los rescato, y encuentro algunas de esas iluminaciones de las que hablé al principio: alguna cosa deslumbrante, al lado de otras, terriblemente opacas, y allí puedo decidir qué haré con cada una de ellas. Antes, temía deshacerme de los textos opacos. Los amaba y los respetaba por la esencialidad apasionada de su origen. Pero me he vuelto exigente y consciente de la historia: destruyo todo aquello que sé que jamás mejoraré, que jamás utilizaré.

Ignoro si de esto se trataba cuando se me solicitó escribir sobre el oficio del escrtor. ¿Es sobre mi oficio, sobre estas intimidades de mi oficio que debo escribir? Al principio, uno podía escribir con espontaneidad, sin presiones ni lazos tendidos en el camino y que pudieran atraparlo. Los primeros textos que surgen de mi asunción del destino del escritor (abandonando todo lo demás, como en una antigua religión, como dice el Evangelio que le dijo Jesús a sus seguidores) tienen esa frescura, esa libertad, ese desenfado producto de la imposibilidad real de verlos publicados, y, por lo tanto, confrontados con los lectores y los críticos. Las primeras publicaciones, los concursos a que me sometí y la aceptación y/o rechazo que comenzaron a producir mis textos, me fueron agregando una angustia adicional, hasta entonces desconocida: sentía que detrás de mí estaban los ojos del público. Esa atención me fascinaba y me horrorizaba. Sentía que en algún momento debía rendir cuentas por los favores recibidos, y que cada texto publicado era un Juicio donde iba yo, indefensa, sólo con mi verdad condicional, a solicitar la clemencia de jurados y jueces y curiosos desde las barras. Entonces releí una entrevista realizada a Faulkner, y creo que por primera vez, o quizá racionalicé lo que ya había entendido, que este es un oficio:

para practicantes solitarios
para egocéntricos
para solipsistas

pero que eso no rechazaba, ni la posibilidad de los interlocutores, ni el deseo de construir la obra para ellos.

Sólo que no era posible dejarse atrapar en las trampas del mercado y el deseo de ser reconocido, de tener las prebendas que ofrece el estrellato, y que se presentaban a menudo como la necesidad de tener quien lo lea. Si El Coronel no tenía quien le escribiera, El Escritor puede permitirse, circunstancialmente, el lujo de no tener quien lo lea. Porque al final, si la obra aparece con su intensidad propia, ésa que surge como el amanecer sobre el río, brotando de sus interioridades y sus palabras, el interlocutor surgirá en el sitio más inesperado, en el tiempo más inimaginable. Por lo menos, ésa es la esperanzada finalidad del asunto.

Pero esa reflexión lleva a la famosa torre de marfil. Virginia Woolf clasificó en su momento la naturaleza de estas torres: había las torres erguidas: las mansiones verticales adonde el escritor se iba, elevado por encima de sus circunstancias, teniendo buena vista de ellas, vinculado estrechamente a su grupo social, y oteando de vez en cuando el lejano horizonte. Y había la torre de marfil inclinada, allí donde vivían esos que se desgarraban entre su visión de la realidad y su escritura: atrapados en sus contradicciones, observaban siempre desde arriba, con infinita angustia, pero no podían descender con facilidad.

Las torres de marfil, a pesar de los deseos de algunos, no han sido demolidas. Por el contrario, el desmoronamiento del mundo (que parecía sólido) alrededor nuestro, esa caída, ya consuetudinaria, de los muros, que nos deja oir el ruido de cosas desplomándose y sentir la densa polvareda, y nos va dejando desamparados y a la intemperie, nos deja como refugios los subterráneos magníficos y las torres de marfil.

La vida es cada vez más terrible: estamos ante ella inermes, cada hombre es un individuo y el Estado, como en Brasil: la película, es una maquinaria coherente que puede anticipar aun las respuestas más incoherentes del individuo. Ya no podemos creer en panaceas, sino en Utopías. El oficio del escritor tiene mucho que ver con esa trasposición de la fe.

Porque, en este descubrimiento de lo que significa el oficio, asumo que es necesario que el escritor tenga un profundo grado de identidad consigo mismo: sólo de sí mismo va a extraer el material para construir sus obras: él es como una máquina transformadora de desechos: toma de su experiencia, de su percepción, de su intelección, de su captación de las lecturas, los elementos básicos que son triturados en su interior, y permanecen allí, en estado de latencia, hasta que un prodigio inexplicado, un efecto anterior al tiempo, hagan surgir del él el deseo de ponerlo por escrito y decida por él cómo. Hay allí una delicada transitoriedad, un equilibrio.

¿No es todo eso, en el fondo, un asunto de valor? Hay que tener valentía y coraje para decir, para nombrar, para invocar, y también para falsificar, es decir, para transmutar la energía creadora y sus ficciones en oro de eternidad. Piedra filosofal. Enigma. Y, sin embargo, en medio del enigma, o quizá saliendo de él, está el otro valor que debe tener un escritor: el de ser vox clamans, voz que se eleva desde el desierto, voz que hiere a los otros, que los convoca a la vida, que los mantiene vivos y no los deja olvidar que toda indiferencia y toda neutralidad atentan contra la especie: es inhumana.

Mas no se trata de convertir la expresión literaria en un documento de rebeldía. Ese es el riesgo de los escritores que viven en el ojo de la tormenta. Sobre todo en Latinoamérica, y es posible imaginar que en países como los africanos o los caribeños, el escritor asume con frecuencia la vox politica: el don de la profecía: el Denunciante de la Injusticia, el Anunciante del Mundo Mejor.

No siento que me pertenece esa vox. Dentro de mí hay otro tono, el intranquilo de Grass, ése que obstruye la rutina del engranaje, y vive. No es el tono de los semimuertos, ése que ha sido llamado tono de la postmodernidad, y que, en el fondo, es un aterrado conformismo con la imagen del mundo propuesta por los desarrollistas económicos, los dirigentes neoliberales y los vendedores de objetos. Es un tono en vivo: el del hombre que se dedica a escribir la realidad y no a proveer decoraciones para que florezcan las fantasías provistas por los medios de incitación al consumo y las falacias de los políticos. La vida en sí es muy subversiva.

Recuerdo a Dos Passos, por ejemplo: novelas construidas con episodios de lo cotidiano, con recortes de los periódicos, con relatos simplicísimos. Y Dos Passos fue considerado en su tiempo un peligroso rebelde: un atentador contra el sistema, al que ponía en riesgo con sólo el poder de su palabra. Se trata, pues, del valor sumo de poner verazmente la realidad en la escritura.

Por lo demás, está el asunto del lenguaje. No se trata solamente de hablar de esas cosas, de esas inquietudes que tratan de la relación del escritor con el mundo. Se trata, además, de aceptar con plena consciencia que la materia prima primordial, de la misma naturaleza que aquélla con la que Dios creó al mundo, es la palabra. Pura y reluciente, como un puñal de acero de Toledo. El trabajo verdadero del escritor: el que corresponde a la praxis del oficio, es constituir la palabra en un elemento de alta potencialidad estética.

(Al lado del sitio de donde escribo, están los numerosos diccionarios: el amanecer, allá afuera, es casi un hecho, entre los árboles de mango, una luz azulada va tiñendo el cielo. Y los gallos cantan. Quizá en otro tiempo, sin gallos y sin perros y sin árboles de mango y aguacate y pomarrosa, recordaré esta madrugada. Quizá ya no creeré en lo mismo que hoy escribo. Habré cambiado, fruto de mi tiempo y del tiempo ajeno. Y quizá el sabor del café caliente en las mañanas me estará vedado ya. El sabor del café que tomaba mi padre y que es casi el mismo que tomo yo. Pocas cosas cambian radicalmente en estos pueblos. Y, las que cambian, son siempre absorbidas, transformadas por le magia ancestral: esta computadora, por ejemplo, donde voy trazando los signos que antes escribí en la libreta. Los apuntes electrónicos. En imperfecto español, me da instrucciones de vez en vez y de cuando en cuando. Sus sinónimos me divierten. Los sinónimos son, hoy por hoy, mi mayor distracción: no repetir palabras, es el reto. Hay en ese estante diccionarios de sinónimos, de antónimos, de parónimos e ideas afines, los hay de español, de francés, de inglés, de portugués, de italiano, de alemán, y hasta un extraño diccionario multilingüe que encontré en los estantes empolvados de una librería de pueblo. Hay tratados de ortografía y redacción. Vivaldi, por supuesto. Hay historias de la Literatura Española e Hispanoamericana. Todo eso está en el estante más usado: el situado al lado de la máquina. A mi izquierda, afiches de Liszt y Chaplin. Al frente, un gran afiche que representa una especie de palacio-barco de cristal. El autor es Rodney Matthews, y dice 1981. La poesía).

Ignoro si he podido captar lo que se llama el oficio del escritor. Todo se ignora en este oficio. La luz de la habitación no me deja percibir en todo su esplendor la del día que comienza. Ya hace calor, y es apenas enero. Ignoro si soy una esteta o una investigadora, si soy una intuitiva o una comprometida. Ni siquiera Sartre, a quien adoré en mi adolescencia, me pudo convencer de que un escritor no es capaz de crear el mundo. En mis temporadas de soberbia, me siento identificada con el papel de Dios. En las de humildad, me siento como un vehículo del Espíritu Creador que los griegos llamaban apeirón. No sé qué soy cuando me llamo escritora. Sé dónde estoy, o al menos eso creo: en un camino ascendente, flanqueado por un abismo y una montaña.

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