domingo, 20 de octubre de 2013

DEL LIBRO MEDIEVAL A LA CASA FRENTE AL RÍO




Del Libro Medieval a La Casa frente al Río:
una relación (como cualquier otra) entre la lectura, la escritura y la literatura

MILAGROS MATA GIL

I.
Desde el siglo XIII, el libro como objeto e instrumento se convierte en la base de la enseñanza. Resulta aún hoy una imagen magnífica ésa que nos lega el maestro parisiense Juan de Garlande, quien describe su ambiente de trabajo: una habitación iluminada con velas de sebo en un candelabro de tres brazos (y uno puede sentir el penetrante olor del sebo quemándose, puede percibir el amarillo esplendor de la llama) donde destaca un pupitre (pulpitum, en latín), especie de atril con muescas que permiten graduarlo, subirlo y bajarlo a la altura de lo que se lee. Sobre el pupitre hay, además, una tabla donde se colocan: el embudo con tinta, la pluma, la plomada, la regla, la piedra pómez con raspador, el pergamino y, en ocasiones, una pizarra y tiza. Es decir, la lectura indisolublemente unida a esa traducción del espíritu a la cifra que es la escritura.

II.
Dos siglos después, el libro es impreso. Las consecuencias de esa invención de la imprenta de tipos móviles son enormes. El objeto-libro se transmuta en la expresión de:

Visiones, cosmovisiones
distintas
percepciones

y la escritura pasa a ser la representación más cotidiana y, a la vez, más poderosa, de cuanto esencial hay en el hombre y sus maneras de relacionarse con el entorno y de las formas que el entorno mismo tiene, adopta, para vincularse con el hombre.

En el siglo XV, citando a Jacques Le Goff: No sólo los profesores y los estudiantes debían leer a los autores que figuraban en los programas, sino que debían conservarse por escrito los cursos de los profesores. Ellos debían escribirlos y los estudiantes debían tomar notas (relaciones) algunas de las cuales han llegado hasta nuestros días. Es más aún, los cursos debían ser publicados y debían serlo rápidamente para que se los pudiese consultar en el momento de los exámenes. [Le Goff, p. 87].
Todo ello implica un cambio en la letra y el formato de los libros. Hasta entonces, eran grandes folios elaborados y ornamentados. A partir del siglo XV, o antes, el libro se va haciendo cada vez más sencillo, más austero, más manejable y transportable. Hay cambios radicales en su producción. Hoy suelen parecer comunes y triviales, pero en su momento fueron dramáticos. Por ejemplo, la adopción de las letras minúsculas corresponde a progresos tecnológicos de la escritura: cuando se pasa de la caña de escribir a la pluma, preferiblemente de ganso. Progresivamente, desaparecen también los dibujos en miniatura y las letras redecoradas. El libro ya no es una cosa de lujo, sino un instrumento: una herramienta para tener acceso al saber.

Tal vez sea pertinente señalar aquí la inmensa deuda que los hacedores de libros tienen con el mundo musulmán: durante las Cruzadas, los cristianos aprendieron de los árabes (quienes a su vez lo habían aprendido de los chinos) el arte de preparar el papel a partir del líber o liber, parte interior de la corteza de ciertos vegetales dicotiledóneos leñosos. La enciclopedia informa sobre tales dicotiledóneos, entre ellos los magnoliáceos, cuyas hojas tienen nervios reticulares. Dice que son árboles que se desnudan en otoño y forman vistosas flores, conspicuas y grandes, al inicio de la primavera, antes de que surjan los renuevos. De su corteza leñosa sacaban, y aún sacan en algunos lugares, la pulpa para fabricar el papel. De la misma fuente árabe aprehendieron los cruzados occidentales los fundamentos de la imprenta, esos que sirvieron a Johan Gutenberg para construir la suya de tipos móviles de metal, con las consiguientes consecuencias que ello tuvo.

Por otra parte, tanto los copistas salidos de los monasterios, como después los impresores, se organizaron alrededor de las corporaciones universitarias, esos centros naturales de producción del saber, y se organizaron como gremios que, por derecho propio (y no se olvide que era entonces la Edad Media, ese período donde la gremialidad era la más alta consciencia del ser social) pertenecían a la Universidad y cooperaban en la construcción de la sapientia y de la scientia.

III.
Alrededor de la palabra escrita se construye, además, una disciplina llamada hermenéutica. Esto significa la interpretación (casi siempre en equilibrio muy inestable y casi volátil) que da cada sujeto sobre el objeto-texto que lee. La hermenéutica es como una linterna cuyo foco va deslizándose sobre el contenido textual, iluminando aspectos parciales, resaltándolos, dejando otros en la penumbra o la franca oscuridad. Un teórico contemporáneo de la hermenéutica, como Hans George Gadamer, establece que toda lectura es como un río que proviene de fuentes puntuales (a menudo alimentadas por manantiales diversos y subterráneos) y que va a desembocar, fluyente, siempre fluyente, en el inmenso mar océano de lo universal. Todo libro, por ende, viene de una tradición que lo nutre y lo construye, se inserta en ella, la modifica con su presencia y, además, propone a cada lector un ámbito de expectativas y perspectivas: espiral donde él mismo, el lector, el libro, tiene posibilidad abierta para insertarse y fluir.

En ese sentido, una de las propuestas que se han hecho los maestros desde hace mucho tiempo tiene su residencia especular en la cuestión de la necesidad de propiciar, mediante lo que se enseña, la sobrevivencia social. Hay un protagonismo de la letra impresa, del libro, en esa sobrevivencia. Se trata de establecer una armonía entre la raíz que absorbe los nutrientes de la tierra, las otras formas de exploración y alimentación que recogen nutrientes e informaciones del entorno y el rumbo de las guías del crecimiento del inmenso árbol que es nuestra sociedad o, mejor dicho, nuestra cultura. Se trata, además, de que ese árbol conviva con los otros que lo avecinan, entendiendo lo más ampliamente posible el término convivir.

IV.
De una u otra manera, la reflexión que hasta aquí se ha manejado lleva a considerar los cambios que la actual época ha venido realizando y proponiendo. En efecto, los medios audiovisuales, telemáticos e informáticos, han venido aparentando el desplazamiento de la función del libro (de la lectura y aun de la escritura). Desde hace más de 50 años se ha venido repitiendo que en cualquier momento el libro desaparecerá. Se convertirá en un objeto de Museo. En un fósil cultural, útil solamente para los antropólogos, los arquélogos y los coleccionistas. Ese momento fatal, ese triunfo de la imagen y la virtualidad, de lo evidente y objetivo, sobre la letra y el desciframiento, han sido anunciados con tristeza o alegría. Se han invocado ángeles apocalípticos con apocalípticas trompetas. Se han escrito numerosos libros, artículos en revistas divulgativas o arbitradas e inclusive arbitradas e indexadas, se han fotografiado los indexs como obsolescencias en vías de extinción, se han leído conferencias, para hablar de la inminente muerte del libro y, quizá, de la lectura.

Hay una novela de Ray Bradbury, publicada en 1953, sobre la cual François Truffaut hizo una película en 1966, FARENHEIT 451. En esa novela, la posesión y la lectura de libros son delitos capitales, altamente perseguidos por las policías del régimen. Los libros son incinerados en atroces hogueras, con gran aparato de represión, para disuadir a los curiosos o potenciales violadores de la norma. Entonces, en ese ambiente, aparece un grupo subversivo cuya función es rescatar, poseer y leer ese objeto tan deseado y peligroso.

En cierta forma, los lectores de hoy parecen haberse convertido en un grupo subversivo, por lo menos en este país. Hubo un patético momento en la educación venezolana en que se disminuyó la importancia de la enseñanza y el aprendizaje de la lectura y la escritura. La lengua materna, esa preciosa herencia que nos ha sido traspasada y trasvasada desde hace quinientos años, fue relegada a la caja de herramientas y, cuando creció, creció realenga y sin control, o creció enclaustrada en los gabinetes de los poetas, o en el cubil más exquisito de las academias. Como si perviviera aquel famoso lema de los soldados federalistas, Muerte a los que saben leer y escribir, se despreció y desprestigió durante años el sabor y el saber que emanaban de la lengua. Se obliteró su sensualidad y se ignoró el terrible poder de seducción que ella posee.

Pero he allí que persistió y desde su espacio de persistencia, refulgió. Renació entonces el interés en ella, la demodé. Renació no sólo por su atracción, sino también porque las grandes empresas que manejan los dineros del mundo entendieron la relación que ya Herodoto y Platón, en los lejanos días de los griegos, plantearan en sus leyendas sobre Giges: el poder de quien maneja la lengua es similar o mayor del que maneja los intríngulis de las finanzas: el desarrollo de todo poder deriva de la magia y la posibilidad de hacerse visible e invisible a voluntad: las monedas y la escritura son representaciones de ese poder. Hay entre ambos símbolos una relación semántica indisoluble. Y no ha habido sustitución de ese valor:
¿Por qué?

Tal vez porque, si bien la información que proveen los medios tecnológicos actuales es rápida, atrayente y a menudo muy completa, deja abiertos huecos inllenables. Y deja esa sensación del diálogo cortado por la frialdad de la transferencia.

Quizá, porque esa coartación significa una coerción adicional de la libertad de imaginar.

Posiblemente, porque uno está consciente de que en esas experiencias ligadas a la imagen subyace la necesidad pragmática y subjetiva de leer: es decir, toda imagen es legible en sí, pero su afinamiento depende de un texto, de una escritura, que la abarca, la circunda, la explica.

Es decir, toda imagen requiere de un desciframiento: de una tradición, de una escritura que la represente y reponga de ella y desde ella lo que de humano-individualismo tiene cada quien, por vía de especie.

Es decir, porque cada imagen tiene sólo la mitad del sentido, la mitad de la medalla, la mitad del anillo, la mitad..

V.
Ahora bien, es hora de poner boca arriba todas las cartas: lo que han escuchado hasta este momento es un ensayo, ese género que fluctúa entre la conversación informal y la literatura. Ese género que permite la intromisión de las ficciones en el mundo de lo real. Ese género sugerente y voluble mediante el cual los escritores incursionan con éxito como corsarios (provistos de la patente que les da el convivio con la lengua) en el campo de la ciencia desde los tiempos de los que apenas ahora se tiene memoria, cuando la filosofía era la cima del conocimiento y la ciencia era el dominio de los hechiceros y de los artistas. Ese género cuyos antecedentes vienen de los sofistas, que se entronca con los sabios vagabundos de la goliardía y con ciertos pícaros rescatados por la novela española del siglo XVI.

Han pasado desde entonces muchas aguas bajo los puentes y muchas teorías por las bibliotecas y las aulas de seminaristas. Hoy se vive el tiempo de los datos exactos. De los aparatajes académicos que revisten el rigor. De los softwares especializados en medir la producción. De la tutoría y la inquisición de los entogados, esos que determinan lo cualificable y lo cuantificable. Del prestigio cuasinfalible de las ciencias duras, experimentales, estrictas.

La filosofía y la especulación llevan hoy capas raídas de seda...
¡Un ensayo!

Pero ¿por qué mencionarlo?¿Por qué, de pronto, y cuando el auditorio está imbuido en fechas, citas enciclopédicas y referencias, hay que hablar sobre esa aventurera expedición del intelecto, ese espacio a medias lúdico, a medias erudito, con que se ha querido representar la también semiadquirida mezcla de informaciones?¿Por qué si se tomó el tiempo para recoger tanto data para el selecto grupo que entre la cortesía y la atención se debate en esta mañana desprestigiarse así con una referencia literaria?

Pues ¿no está acaso ya el río distrayendo en forma suficiente desde su sitio allá, más allá de las romanillas verdes y los arcos que coinciden con las ventanas?
¿No está la ciudad viva y vital distrayendo desde allá enfrente?
¿No está el olor del té de hibiscos distrayendo la memoria desde el pasado?
¿No distraen los problemas con la chequera o el transporte?
¿No es eso suficiente distracción como para venir a erosionar el prestigio de lo académico pronunciando las palabras ensayo y literatura?

[Sientan el suspenso. Sientan el palpitar de su corazón contra el costillar. Sientan cómo Julio Verne, el fantasma más nombrado, entra súbitamente en el corredor. Sientan su paso sobre la madera. Cojea. Sientan el olor del río en Agosto que lo rodea como una burbuja. Sientan...
Sientan la angustia creciente de la interrogante.
Y ahora, escuchen:


Estoy solo a orillas del río.
Las aves tejen y entretejen el cielo.
Las toninas soplan en los flancos de la marea.
Y en la vieja luz de mis huesos
Tanta mirada perdida
Tanta música desconsolada
Brotando como flechas de la memoria
Estoy desprovisto de senderos
Llega un caballo conversando de hojas tiernas
llega un friso troquelado en cuero de tambor
Llega un tigre que canta en los alto de una mata
Me vuelvo lejos
Como si la historia nos estuviera soñando
Como si el día fuera sin término
Ante mí pasa una bala
Pasa la página de un libro
Pasa un camposanto
Donde van despidiéndose
Del ayer o del mañana
Mis amigos
Pasa una mariposa vestida de mi rostro
Me siento mal frente a este hielo
Que se desdibuja
Frente a este humo
Que se deshace y me transforma
Escribo la estrella y desaparece
Escribo el fantasma y es mi olvido
Escribo mi nombre
Y el agua pasa por encima
Lavando sus tinieblas
El río
El río siempre

Y, de pronto, estamos todos aquí, unidos por la magia de la poesía.
Un poeta, Luis García Morales, guayanés de Angostura, nos está diciendo lo mismo que todos los días sentimos y no expresamos. Nos está traduciendo. Nos está llevando a leer su escritura y leernos nosotros en el mundo de su escritura...
¿Hay mejor argumento para terminar este texto que pretendió ser sobre la lectura y la escritura?
¿Hay mejor argumento para terminar esta conversación con gente que día a día emprende el oficio de enseñar a otros a leer y escribir, que la evidencia misma de que la literatura es vía, verdad, instrumento y alas más sólidas que las de Ícaro para elevarnos por encima de las miserias de lo cotidiano y salirnos del laberinto de soledades?
Así, pues, no se trata, no se puede tratar solamente del desciframiento instrumentado: del reconocimiento de las palabras en un papel, de la imitación más o menos exacta de esa palabra escrita. No se trata de caligrafía y ortografía y sintaxis y prosodia. No se trata de técnica solamente, ni de cosa similar.
Se trata de sentir la densidad de la palabra, su suculencia, su belleza y sonoridad.
De sentir el poder que tiene para invocar y evocar, la cualidad taumatúrgica, la otra cualidad: la demiúrgica: todo eso que ella contiene y revela...]


BIBLIOGRAFÍA CONSULTADA:

Britannica Encyclopaedia Multimedia (1996): Bradbury, Farenheith 451, Londres

Le Goff, Jacques (1986): El libro como instrumento, en Los intelectuales en la Edad Media, pp. 87-90, Gedisa, Madrid

García Morales, Luis (1985): El Río Siempre, Caracas, Edición del Autor (ver también en el CORREO DEL CARONÍ, e-12, 27 de Junio de 1998)

Microsoft Encarta 98 Referencia Multimedia (1997): Dicotiledóneas, Magnoliáceas, Libro, Líber, Nebrija, Bradbury, MS Latinoamericana, México




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