MIS RELATOS

ARCO REVELADO

A Gustavo Díaz Solís

Si no fuera por las láminas amarillas de luz que se proyectan sobre la pared, la habitación estaría a oscuras. Hace calor. El calor inunda el espacio con su presencia pegajosa. El ventilador agita el aire caliente y húmedo, y su rumor acrecienta la sensación de sofoco y encerramiento. Estoy sobre la cama, desnudo. El sudor corre: arranca desde el cuero cabelludo, se desliza por la nuca, se une a otros focos de sudor que están regados por todo el cuerpo. Quisiera dormir, pero el sueño rehúye toda posibilidad de abordaje. Sólo puedo pensar en el calor y en esa criatura que genera el calor: ese hombre repulsivo que en cierto modo soy.

Me levanto a buscar un cigarrillo. Enciendo un fósforo. La llama palpita violenta dentro de la pequeña nube de humo. Las cosas emergen brevemente de la sombra. Vuelvo a la cama. La efímera luz del cigarrillo conecta otra realidad a la ya existente. Bebo el agua sirviéndome de la jarra con hielo en el vaso. Bebo con avidez y chupo el cigarrillo hasta que se va acabando. Por un instante apenas, vislumbro una sombra que ronda. Un leve golpe en la ventana, tal vez.

Cuando llegué a este campo petrolero pensé que sería por un lapso breve. Mis ambiciones eran limitadas. Mi estancia no dejaría huella. Quería desaparecer. Olvidar las jactancias de mi origen. Borrar de una vez todas esas limitaciones de estirpes vencidas por el desamparo y asumirme como un hombre de este siglo: práctico y concreto.

Los recuerdos llegan suavemente, surgiendo de la penumbra del entorno, enredándose con el tejido del calor. Llegué a mediados de marzo. Abrumado por la plani¬tud del paisaje. Bajo el cielo exaltado, la sabana exultaba una presencia a la vez quieta y feroz. Atravesé el poblado lleno de barracas de madera y zinc. Iluminado por bombillas precarias, colgadas de improvisados postes. Confusión. Músi¬ca. Polvo. Tuve la impresión de un Día de Carnaval. Entré por una carretera nueva de asfalto y volví a salir a la sabana ()la misma?).

La luz adoptaba por momentos una tonalidad inquie¬tante. Fue después cuando percibí las hogueras del gas quema¬do. Los mechurrios. En mi alma surgían vagas sensaciones. Un presentimiento. En el secreto de mi sangre, el destino iba trazando sus enigmáticos arcos.

El sudor ha aumentado su flujo. Me debilita la sensación de impotencia. Una ira sorda me invade. Sorda, mas no innominada. Yo sé cuál es su nombre y su apellido. La imagen del hombre regresa, revolviéndome la entraña. Me asomo a la ventana y la noche de allá afuera, iluminada pálidamente por la luna, me recibe sin preámbulos. En algunas casas brillan luces. Otros insomnes. Quizá niños que velan. Que temen a las pesadillas o a los murciélagos. Voy hacia el baño y abro la ducha. El agua corre con fuerza sobre mi cuerpo. Aplasta mis cabellos. Baja por mis hombros y mi espalda. Forma torrentes entre los vellos del pecho. Se desliza por el vientre y por las piernas. Corre rauda entre mis pies. Me enjabono con fruición. El agua refresca. Limpia. Cae ruidosa¬mente y ese ruido alivia la tensión terrible de la noche calurosa y sin sueño.

También esa tarde de la llegada me bañé profusa¬mente. Luego me vestí y caminé hacia el Club, que reverberaba en el final del ocaso. Me había recibido Mr. Gasbab, y me había dado las orientaciones generales. Al siguiente día debía presentarme. Pero, mientras tanto, podía ambientarme, disfrutar. Nada mejor que el Club. La casa amplia, verde y blanca estaba casi desierta. Los grandes ventiladores del techo giraban lentamente. Los últimos niños iban saliendo de la alberca, apremiados por sus madres y sus niñeras. Era la hora de transición. La preparación para la noche. Me senté en el corredor abierto al aire libre y tomé una revista. El sonido de los pozos po po po po po resonaba a lo lejos. El profundo enrojecimiento del cielo me confundió, cuando ya la noche había entrado profundamente. Miré las casitas blancas alineadas frente a él. Percibí los movimientos domésticos. Las sombras eran de un azul tenaz y oscuro. Envolvían todo y le daban cierta melancolía. Cantaban las chicharras atormentadamente. Quieto frente al paisaje, me sentí feliz: solita-rio, separado de los otros. Allí terminaban venticinco años urgentes: la tradición, la urbanidad, la obediencia al padre, la Universidad, los amigos, los libros, los viajes, la novia cotidiana. Allí podía constatar que esos venticinco años podían condensarse en unas pocas palabras. La memoria. El olvido.

Por la puerta asomó una de las mesoneras. Una muchacha morena y sonriente. No insinuante. Más bien un poco maternal y tranquila. Mejor. Le ordené una gaseosa y la muchacha regresó con aquel precioso lujo tintineando en una bandeja plateada, junto con un vaso y una jarrita con hielo.

Entonces, desde la sombra del jardín, mirando cauteloso hacia todos lados, apareció en el patio un lagarto verde y dorado. En la noche, lucía extemporáneo y tocado de un designio fatal. De la sala iluminada surgió un gato gran¬de, amarillo, lustroso. El gato miró al lagarto. Comenzó a encogerse. El lagarto también lo vio y pareció paralizado de terror. Quizá exploraba mentalmente sus posibilidades de huída. El gato miró brevemente a su alrededor. Mi mirada y la suya se cruzaron, multiplicándose. El lagarto comenzó a moverse lentamente, con la intención de hundirse en el paisa¬je. Mimetizarse. Un instante después, el gato saltó. La cola #o onduló amenazadora, cuando atenazó al lagarto. Garras y dientes. El lagarto se debatió, convulso. La sangre manchó el piso. La música comenzó a brotar desde la sinfonola, dentro del Club. Me levanté, y el gato huyó, arrastrando al lagarto en la boca delicada. Algo amargo y sombrío me conmovió, como un presentimiento.

De pronto, llegó gente al Club. En la mesa vecina a la que yo ocupaba se sentaron un hombre y una mujer. El era alto, rojo, pesado. Ella era morena, delgada, fibrosa, con los ojos azules. Pidieron refrescos. Después, llegó otra pareja previsible: un tipo rubio y pecoso y una mujer también rubia, menuda, joven e insignificante. Las dos mujeres se levantaron y se dirigieron a la mesa de ping pong. Desde mi asiento, comencé a seguir el juego. El movimiento de la pelota. La mujer morena tenía gestualidades de gato. La observé. Unica, resplandeciente. Sonreía con benevolencia. Sentí de súbito la mirada del hombre rojo, vecino de mesa. Era triste, preventiva, y, a la vez, sofocante de soberbia. Me levanté y me acerqué a las canchas de tennis, ahora ilumi¬nadas. Seguí un rato el partido. Luego, comí en el comedor bien iluminado, perfumado de vagos guisos. La comida no era mala. Condimentos en justo equilibrio. Vinos. Bourbon legí¬timo. Gaseosas. Ahora, un conjunto musical tocaba piezas intrumentales y a la moda. Todo hubiera sido grato si no hubieran entrado las dos parejas vistas en la terraza. El marido de la mujer morena se comportaba groseramente. Comía algo grasoso. La grasa le manchaba la barbilla. Ensuciaba el mantel. Ordenaba a los meseros a gritos, batiendo palmas. Bebía excesivamente y se retiró al fin, arrastrando sillas y eructando. La mujer parecía entre avergonzada e indiferente. La otra pareja, más discreta, lucía como subordinada.

Salgo del baño. El silencio se eleva desde la tierra. Me sé ligero, apto, seguro. Listo para la contienda. Pero )se producirá esa guerra anunciada? El líder amenaza todos los días. No me importa. Estoy demasiado lejos. Tal vez debería tomar la camioneta e ir hasta el pueblo. Entre sus luces mortecinas, la humareda y las rockolitas habría abun¬dante distracción. Evoco una madama de porte regio llamada Clorinda. Un enjambre de lujo llamado "Nueva York", regentado por un hombre que creía que ésa era la capital de Estados Unidos. Evoco a un cronista llamado Miguel Raydán, contando extrañas historias. Evoco las casitas amontonadas en callejas irregulares. Los resplandores de perennes incendios.

Al día siguiente ingresé al Departamento de Carto¬grafía. El jefe levantó la vista de unos mapas al sentirme junto a su escritorio. Nos reconocimos de inmediato. El malestar fue casi físico. Era el marido de la mujer del ping pong. El hombre rojo. El del restaurant. Escuchó mi presentación, revisó mis credenciales, sin invitarme a sen¬tar. Entonces me dijo sus reglas, en inglés. Masticaba un chicle con cierta infantilidad torpe. Eso me pareció. Mandó un office boy a mostrarme mi lugar, me entregó planillas, papeles para llenar y luego me señaló mis obligaciones. Debía rendirle cuentas a él. Revisar los puntos del sismógrafo. Actualizar las informaciones. Tener todo listo para que él quedara bien con sus señores de Nueva Jersey. Así era. Y en esa subordinación algo iracundo nació en mí, como una mancha interior. Odio. El hombre me imponía su superioridad ficti¬cia. Abrumaba el peso de mi nombre y mis tradiciones con su aire crudo de advenidizo. Pero )no era eso lo que yo había venido a buscar aquí? )no era ésa mi cuota de forzada humillación? Y, sin embargo, no podía evitar sentir la ira.

Pasaron los días. Nadie más percibía la mutua antipatía entre el hombre rojo y yo. Yo cumplía con mi traba¬jo con cierta pesada formalidad. Aparentaba adaptarme al sistema. Pero sentía que a través de los compartimientos de la oficina, desde el escritorio del otro hasta mi propia mesa, estaba tendido, conectándonos, un arco secreto: un arco de violencia cada vez más potente. A veces he soñado con la tragedia que desencadenaría ese arco. He imaginado el fogona¬zo del revólver. El hombre deslizándose con la mano en el pecho. La camisa blanca manchada de sangre. Por lo demás, yo hacía una vida de soltero normal. Jugaba al tennis por las mañanas. Me reunía con amigos. Visitaba burdeles. Escribía y recibía cartas. La inercia de aquel lugar me iba ganando. Su eficaz monotonía, tan confortable, me iba convirtiendo en un número más. Iba con frecuencia al Club. En algunos momentos llegué a sentir una sensación de irrealidad que no era nueva, sino más frecuente, ahora. Por breves períodos, tenía la impresión de que los actos tenían la consistencia de un #o sueño del que despertaría en breve. Siempre había temido esas evasiones por considerarlas prefiguración de la locura. Lo cierto es que mientras vivía esta vida de campo petrolero, tenía la impresión clarísima de estar repitiendo los actos de otro hombre, con idénticos conflictos, en idéntica circuns¬tancia.

En cuanto a ella, yo creí que me necesitaba tanto como yo la necesitaba. Todas las tardes la miraba jugar ping pong en el Club. O participar de los juegos de bridge. La miraba y oía su voz un poco ronca, precisa, fuerte. Yo conversaba, tomaba un trago o leía. Y a cambio recibía una breve mirada benévola, quizá irónica.

Una tarde, sin embargo, las cosas cambiaron. Era octubre, quizá, y hacía fresco. Los grillos cantaban tempra¬namente, llamando la noche. Me dirigí a la alberca y me senté en una playera, desplegando una revista. No la ví hasta que cruzó cerca de mí, con una bata de baño verde claro que se quitó sin coquetería. Entonces se zambulló y nadó de un lado a otro, con fuerza, casi con ira. Sus hombros eran anchos. El cabello oscuro se le pegaba a la cabeza y destaca¬ba la esbeltez de su cuello. Tenía los senos pequeños, casi como los de un muchacho. Las caderas escurridas. Me gustó la manera como salió luego, como se secó, sin voluptuosidad. Espontánea. Luego, me invitó a salir. Yo temí no haber comprendido con exactitud. Temí que su castellano fuera pobre o confuso o que mi inglés fuera insuficiente para sus manierismos. Pero no. Me dijo que me llevaría a casa y yo la miré, húmeda, fresca, un poco seria. Y acepté.

En el camino, la conversación fue intrascendente. Ella era de Boston. Había asistido a la Universidad, tal vez Brown, donde había tomado cursos de Literatura Inglesa. El marido era de Tulsa, Oklahoma, y experto en sismógrafos. No tenían hijos. El consideraba que este trabajo era muy im¬portante para su carrera, y ella lo había acompañado, pero ambos creían que después de dos años, ya era el momento de gestionar un traslado. Eso buscaba él ahora, en la Casa Matriz de San Alejandro.

Ella se desvío hacia una carretera negra. Bajo la luna, la sabana adquiría una tonalidad plateada que era irreal: nieve en medio del calor. En el calor del automóvil se iba gestando otro calor que actuaba sobre su piel y sus sentidos.

De pronto ella dijo: Usted creerá que quiero enamorarlo.

Sentí un escalosfrío recorriéndome la médula espinal, una sensación de ansiedad: Esa es una preocupación femenina, respondí. Después no hablamos. Se produjo una espera tensa. Ella dio la vuelta. Regresamos al campamento y el contraste era extraño. Las luces aparecían como colocadas en el centro de ese paisaje. Atravesamos el portón. El vigi¬lante se acercó, iluminándonos con una linterna, y luego nos dejó pasar con un saludo respetuoso. Le señalé la dirección y ella estacionó, ya con los focos apagados, frente a la casita blanca. Pasé la mano por el asiento y le agarré la nuca. El cabello era suave. Ella levantó los ojos y nos miramos profundamente un instante antes del beso. La saliva entremezclándose. Sentí su sabor y era dulce, con un leve dejo a tabaco. Nos abrazamos en el automóvil. Las caricias, al principio nerviosas, fueron haciéndose inteligentes, explora¬doras, sabias. Su piel era tensa y dura. Sus manos apretaban como las de un hombre. De pronto, ella me apartó blandamente y dijo: Aquí no: mejor entremos.

Me remuevo en la cama, atenazado por el deseo. Esos días fueron de amplia luminosidad. La mujer me llenó de plenitudes insospechadas. Me mostró una capacidad amatoria intensa, que desmentía los comentarios que se hacían acerca de las de su clase. Me mostró también una ternura profunda, y el conocimiento de la condición humana. Hablamos. Me contó de sus insatisfacciones. De sus ambiciones. De cómo el matrimonio con aquel ingeniero próspero había sido aprobado por su familia de Newport, venida a menos por las especulaciones. De cómo ella también había tenido esperanzas, antes de verlo engordar como un cerdo y atesorar dólares en este rincón que se suponía transitorio. Ni el amor, ni la familia contaban ya. Nada contaba. Ella estaba hecha a los desengaños, y yo había sido, al principio, un hito en la rutina, y luego, cada vez más, algo posible e importante. La siento a mi lado por la fuerza del recuerdo. En la penumbra, su piel resplan¬dece como la carne de las peras.

Luego, llegaron las lluvias. Pertinaces. Ablandaban el paisaje. Cubrían las cosas con un moho gris y tenaz. Y con la lluvia, los insectos. Y también las largas temporadas de encierro. El invierno fue particularmente crudo. A través de las ventanas, uno podía ver durante horas el descenso concreto de las aguas, como rejillas que confor¬maran una prisión. Ella estaba cada vez más inquieta. El campo se convirtió en un hervidero de miradas escondidas tras las persianas. En las salas de las casas. En los espacios cerrados del Club. Alrededor del té y la ronda de cartas, comenzaron a tejerse las historias. La nuestra no fue menos difundida. Quizá un apretón de manos más fuerte que de cos¬tumbre. Una mirada de soslayo, cargada de la somnolienta pasión de la tarde anterior. O el carro entrevisto en la zona de los solteros, alguna noche, bastaron para desatar los comentarios. El marido parecía saber la situación y se comportaba con una saña sutil. Me ordenaba los trabajos más intrascendentes. Me obligaba a las tareas más extemporáneas. Había una prefiguración de tragedia. Todos los actos estaban preparados para cumplir una escena sangrienta, alentada por el aburrimiento, la monotonía y la pasión exacerbada en el encierro.

Luego, las lluvias se fueron aplacando suavemente y regresó el calor. Este calor que hoy invade el cuarto, apenas removido por las aspas zumbantes del ventilador. Ella se despidió de mí justo al fin de las lluvias. Pudo retar todos los meses de atisbamiento y tormenta hasta una encruci¬jada de la que no quiso darme explicaciones. Una noche, en el Club, me miró más largamente que de costumbre. Cenaba junto con su marido, ebrio y grasiento, y la otra pareja habitual, en el mess hall. Como la primera vez, había estado jugando ping pong con esa amiga rubia e insignificante que la acompañaba con frecuencia. Sólo que había más espectadores y todos parecíamos estar cumpliendo un compromiso teatral para un grupo interesado en las actuaciones más que en los parlamen¬tos en sí. Al siguiente día, supe que se había ido. El marido esperaría su traslado y quizá un día también él, también yo, tendríamos nuestra compensación y nuestro éxodo. Mientras tanto, continuábamos compartiendo las oficinas y los mapas y las marcas del sismógrafos, y esos débiles diálogos técnicos conque disimulábamos nuestras mutuas aversiones, nuestras debilidades y dolores.

Hace rato el cigarrillo se apagó, pero el olor se mantiene, vivo, en la habitación. El sueño viene desde los huesos. Tenuemente. Las imágenes se desplazan, lentas. Pasan gelatinosas sombras alargadas. El sueño se va esparciendo por todo el cuerpo.

De pronto, un soplo pasa. Me despierto, alertado por un instinto aún sin nombre. Una sombra aparece desapare¬ce. Vista y no vista. Aire negro de sombra alada pasa sobre el cuerpo desertado del sueño, ansiosamente vivo. Calor. Zumbido. En la oscuridad, la sombra pasa. Afuera, la puerte¬cilla del jardín suena como golpeada por una mano leve. Me levanto en la cama, atisbando el aire frente a mí. Negro. Me levanto, desnudo como una llama, para enfrentar la sombra que me agrede. El aire golpea justo al lado derecho de mi rostro. Poner la otra mejilla, quizá. Salto, y el cuerpo negro regre¬sa, ágil, lleno de gracia. La sangre brota de mi frente. Las cosas se repliegan en una solidez inesperada. Busco a mi alrededor y encuentro un arma: la raqueta de tennis. Cruzó de un raquetazo la sombra, sin encontrar resistencia. Golpeo el aire y golpeo y vuelvo a golpear, desesperado de cólera. Y la sombra viene de nuevo, viene y viene. Desaparece. Gira. Salta a través del pasillo que conduce al comedor. Inalcanzable. En un momento, la tela de la raqueta encuentra resistencia y un cuerpo cae, agitado contra el rincón iluminado a medias por el foco de la calle. Gime la sombra. Salto sobre el animal arrinconado. El animal que se agita, mirándome con sus ojos repulsivos. Horadando la oscuridad. Exacerbando mi instinto. Es un animal negro y gordo. Lo cubro con la raqueta y él se queda tendido, agitándose. Voy hasta la cocina y traigo un cuchillo largo y afilado. Lo hundo y siento la cosa viva que se estremece, el aliento que se escapa: el fin. El animal chilla. Saco el cuchillo y vuelvo a descender, mientras la sangre caliente mancha el piso, la pared, mis manos. Yo, desnudo y grande, con un cuchillo en la mano, estoy inclinado sobre esta criatura de la noche, destrozándola a puñaladas.
Ya no hay sombras en ninguna parte. Respiro anhe¬losamente. Sudo. El sudor arrastra también la sangre de la mejilla, que se mezcla con la sangre de mi víctima. Un llanto agitado me brota del pecho, de alguna parte muy honda en el pecho. Lloro roncamente y entonces me siento perfectamente solo. Todo va calmándose. La sangre, como un aceite negro, va unciendo el espacio para tranquilizar los acontecimientos y yo, como una epifanía de ése que fui dejo caer el cuerpo contra la pared, al lado del murciélago muerto.

Estoy al otro lado del arco. Todo desaparece y estoy al otro lado del arco, listo para empezar de nuevo.

(1990)

TRANSMISIÓN EN CADENA (FRAGMENTO)

Faltan quince minutos para las cuatro, como dije aquel lejano 11 de Abril, cuando se llamaba Abril este mes, que ahora se llama Maesanta, porque ése fue el leco que pegaron aquellos alzados cuando les comenzó a llover plomo parejo: ay, Mae Santa, sálvanos, y cooorreee.

[se hizo un breve silencio]

Yo dije la hora como un grito de guerra, como un aviso, pues, ahora innecesario. Es decir, hoy, 11 de Maesanta del año 2138, estoy de nuevo con ustedes, a pesar de todos los escuálidos esfuerzos, que no es un descalificativo, no crean, perdóname Mingo, que aún continúas al pie del cañón, aunque en estos días has estado enfermo: un saludo para ti, Mingo, digno adversario contrarrevolucionario que por lo menos no ha abandonado la patria, no se ha ido como tantos que ahora viven en otros países, añorando las arepas y el café que ya no producimos, pero que en aquellos tiempos eran como el símbolo de lo patriótico, como ahora es la concha de plátano frita. Pero, bueno, lo importante, lo necesario, es recordar que hoy se celebra un año más de aquella batalla triunfal que las fuerzas revolucionarias libraron durante tres días: un millón de soldados rebeldes y renegados se enfrentaron, fuertemente equipados, contra apenas cinco mil cuadros de la revolución: civiles que apenas estaban armados con su fe y sus sentimientos a flor de piel. Y ganó la revolución, por encima de los cadáveres que no pudo encontrar luego ni la Comisión de la Verdad. Pues claro, qué iban a encontrar, si todo eso fue solamente un enfrentamiento virtual, allí no hubo muertos: no: esa guerra se dio como una especie de juego de computadoras, que son esos aparatos, bueno, no sé cómo son ahora, porque ese muchacho que mandó Fidel hace años para que organizara la Ciencia y la Tecnología de esta República, lo primero que hizo fue limitar la importación de diabólicas computadoras y el uso de la INTERNET, que era una cosa también diabólica, hago la cruz, la saco de donde siempre la llevo: el lado derecho del pecho, porque en el izquierdo llevo esa otra Biblia, ese libro sagrado que es para nosotros la Constitución. Lo cierto es que esas cosas de computación y de INTERNET se ven solamente en las oficinas de confianza, y de mucha confianza, del gobierno revolucionario, porque esta revolución cuida la salud moral de los compatriotas y esos son elementos de contaminación moral y corporal. Pero ustedes saben a lo que me refiero cuando hablo de un juego virtual, porque para eso el gobierno colocó en cada escuela por lo menos una maquinita de juegos electrónicos, para que los muchachos se entretengan y vean que los muertos virtuales en realidad no están muertos. En las bibliotecas, puras maquinitas. Nada de periódicos, a menos que sea El Proceso, que sale cuando se puede. Nada de libros, porque eso atenta contra los bosques y porque hay que seleccionar las lecturas de los jóvenes: cuatro o cinco libros bolivarianos está bien, es saludable, lo demás daña el cerebro. Y uno de esos libros es esa versión que creó el Poeta de la Revolución, sobre el Evangelio según Lucas, para llenarle el espíritu a la gente. Otro, el Manual del Buen Círculo. Y el otro, el Curso de Filosofía Bolivariana, según Mieres. Y otro recomendable es la Obra Completa de Isaías, que tiene como doscientas páginas, pero muchas en blanco. Como para rayarlas. Lástima que el Poeta de la Revolución se estrelló tan joven en aquel helicóptero y que sus libros se perdieran con tantas revueltas. Yo creo que se encuentran uno, o dos, pero la poesía no es muy leída en estos tiempos. Algunos dicen que pretendía escaparse del país, y eso es mentira. Mentira. Porque ese muchacho tan bueno era incapaz de un pensamiento así y él lo que estaba era saliendo a pasear con toda su familia, un fin de semana aquí mismito, en una isla de esas tan sabrosas que tenemos. Y lástima que Isaías se ahogó en su jacuzzi italiano, porque nos privó de lo sabroso de su labia. Pero bueno, hablaba yo de lo virtual, algo así como esos manifestantes revolucionarios que sacamos de cuando a cuando para que aclamen el proceso, a los que popularmente llaman bernardkrueger, en honor a aquel ilustre androide, cíberaudiosicotrónico, me dijeron que era, yo no sé, construido especialmente en la Isla, con microtecnología china, robada a los japoneses, muy avanzada para la época, en el año 2000, creo que era, para que peleara contra las fuerzas del mal. Lo llamaban, algunos, Freddy Krueger, y otros, Freddy Bernard. Podía actuar como un ser humano en muchas cosas, algo así como el Terminator II, y que me perdonen los que no han visto ese clásico del cine, una de mis películas favoritas, porque ahora no hay cines, ni cinematecas, aunque en la televisión a veces pasan magníficas películas culturales, como la serie Rambo y el Acorazado Potemkim ¿no es así, Benito, tú, que te encargas de la cultura del proceso y me pusiste estos papelitos en la mesa? Aunque también la televisión está restringida por lo peligrosa, sí, peligrosa para la mente y el cuerpo, y por eso aquí aplicamos la ley que hace tiempo preparó Yesy, ustedes se acuerdan, o tal vez no, de Yesy, ah, qué buen muchacho el Yesi. Un poco raro, tal vez, pero bueno. Imagínate que Yesi acostumbraba tomarse fotos al lado de los enemigos que mataba, en combate, claro, y con ropa de combate, y las montaba, agrandadas, en su cuarto, como si fueran diplomas. Bueno, si yo hubiera hecho eso no tendría paredes en Palacio. Pero hablaba del héroe aquél que luego de formar los cuadros revolucionarios, para no exponerlos a la destrucción, inventó, con la ayuda de Genatios, Sanoja y otros biólogos revolucionarios, los bernardkrueger, ustedes saben, polvo humano concentrado, con sus líneas de ADN y todo, que, al ser rociado con agua común, forman un individuo humano que grita mi nombre y dos o tres frases más: no pasarán, creo que es una, no sé cuáles más, y que nunca mueren, porque en verdad son cubitos de polvo humano, reconstituibles, armoniosos con el ambiente, ecológicos, como si fueran este samán debajo del cual estoy hablando hoy, que debe ser tataranieto del Samán del Juramento y que sembramos aquí, en un patio de Laguneta, para que yo pudiera sentarme a su sombra y vigilar mi hato de mujeres. Porque fue necesario meterlas en un hato, ya que cada mujer que tenía, se me iba, y entonces tuve que meterlas en un potrero cercado con rayos láser y vigilado con soldados eunucos. Hoy en día, las tengo para verlas nada más, porque ya yo estoy viejo, mas no vencido. Fíjense que el doctor me limitó las cadenas a dos horas, pero son dos horas tres veces a la semana, para que el pueblo no pierda la costumbre y me olvide, porque todo es posible, imagínense que María Inés, nieta querida y de mi alma, vive allá en la luna, en una estación creada por los imperialistas, casada con un gringo, porque la abuela se fue para esos países hace años, y la niña no habla ya el bolivariano, esa lengua ilustre que hicimos reuniendo las 29 lenguas indígenas más la lengua castellana, con ayuda de especialistas. Pero ella no habla sino el inglés y el lunfático, que así llaman al patuá que por allá se habla. Y como decía al principio, hoy se cumple un aniversario de ese juego de computadoras que inventó Bernard, aquel 11 de Abril. Claro que Freddy fue desarmado hace años y los chinos no nos han querido dar más tecnología, ni a Fidel, ni a mí, a menos que paguemos por ella a precio de titanio. Porque ahora los países desarrollados se mueven con la fuerza del titanio y nosotros, como no tenemos titanio, tenemos que aguantarnos nuestra pobreza revolucionaria misma. Bueno, por lo menos no hay meritocracia en la administración de la pobreza, menos mal. Nadie habla de meritocracia. Y otra cosa, decepcionante, pero cierta: los chinos ahora quieren ser socialdemócratas y junto con los otros países ricos, reniegan de sus regímenes del pasado. Nosotros no. Nosotros seguimos adelante con nuestra revolución, que es pura y de raíces populares: por ejemplo, ya la gente no tiene necesidad de hospitales con aparatos costosos y medicinas, porque se cura con yerbas, como nuestros abuelos. Y si uno se muere, bueno, es la voluntad de Dios, como dice la Biblia. Y lo dice el Padrenuestro, díganme el Padrenuestro: hágase tu voluntad, así en la tierra como en el cielo. Y uno no se da cuenta de que es pecado tener médicos y hospitales y medicinas, porque eso va contra la voluntad de Dios. Por eso es que nosotros nos dejamos de eso hace tiempo, porque andábamos en una carrera tecnológica que limitaba al hombre y eso no es natural, señores, no, no es natural. Naturales son los conucos y la pesca de ajile. Naturales, la sopa de machaca y la zábila. Natural es, por ejemplo, y algunos se quejan de eso, porque no han comprendido la esencia de este proceso revolucionario, que las calles ya no se asfalten. Imagínense. ¿Y por qué asfaltar las calles?¿para que pasen los ricos y no se les dañen los carros? Aquí no hay ricos, señores, no hay privilegios. Y si los pobres tienen calles de tierra, entonces calles de tierra para todo el mundo. Y tampoco tenemos ejército, no necesitamos eso, así que en los cuarteles se alojaron los pobres y tenemos un solo cuerpo, para el que reclutamos muchachos cada tres años, encargado de cuatro o cinco cositas básicas: atender los fines de semana los mercados, cuando se puede, es una. O desfilar el día de la Independencia, es decir, en Febrero. Y alguna otra tareíta por ahí. Mínima. Porque llegamos a acuerdos con los vecinos para que nos cuidaran las fronteras, como debe ser si uno quiere una integración revolucionaria misma. Y no importa que nos critiquen. Pues bien, hoy celebramos esos muertos del 11 de Abril, o del 11 de Maesanta, que hace 136 años, creo, no estoy seguro, hubo en las calles de la capital y se recogieron en el hospital de campaña que establecimos en Palacio, no sé si te acuerdas, Vadel, aunque tú no estabas allí, claro, y ésa fue idea de José Vicente, que era un hombre santo, misericordioso, Dios lo tenga en su gloria, aunque la Iglesia Católica diga que no, que era el cerebelo del Diablo, y aprovecha, Vadelito, para servirme un pocillo de té de mastranto, que para algo deben servirte los tres soles de general, aunque sea para quitarme al mal sabor de mentar a la Iglesia, con sus cristianismos antirrevolucionarios, porque al pobre Rincón no le valieron ni a la hora del suicidio, porque aunque lo intentó, no pudo, y se conformó con morirse de viejo en un exilio que asumió después, cuando nadie lo quería. Por cierto, aquí tengo una muestra de los productos del mastranto: vean: té, mastranto en polvo con sabor achocolatado, harina de mastranto. Para el pan. Oye, Vadelito, de hoy en adelante, la mitad del pan que se coma en Palacio deberá hacerse con harina de mastranto y la otra mitad, ya sabes, con harina de plátano. Por ahora, nada de maíz, porque los productores se han portado mal. Y ¿trigo? ¡estaremos locos! Nada de trigo: ése es un producto amperialista y capitalista, menos mal que los muchachos de ahora ni conocen el trigo. Y que más tarde me hagan un cuajado de huevos y mastranto con sardinas, que es una delicia, oye, Vadel, búscame la receta de ese pastel para darla en la próxima cadena, y yo supongo que ya la editorial del Estado publicó el volumen 107 de mis recetas ¿verdad? Aquí Benito me está diciendo que está a punto de salir. Bueno, y como decía, hoy estamos a 11 de Maesanta y lo conmemoramos bajo el Samán del Juramento, que ahora me dicen en un papelito que es de plástico, pero muy bien hecho, por ese muchacho Iglesias, que nieto de empresarios y todo, se cuadró con la revolución y ha ganado bastante con eso, digo, revolucionariamente ¿no? Y estoy rodeado de bernardkrueger para que aparezcan en las imágenes televisadas, aunque los que ven televisión son pocos, pero ellos están allí, gritando mi nombre, aunque solamente para que me vean en las oficinas donde hay televisión, y a lo mejor en el exterior, algún excompatriota nostálgico, que quiere regresar, o alguien de los organismos internacionales, adonde vamos tan poco ahora, porque no hay cómo reparar el avión, porque las bujías son más caras que un ojo, pero aquí nos quedamos, nos estamos augurando cien años más de batallas ganadas por este gobierno revolucionario, aunque ya ni batallas hay, porque la clase media se fue del país, los empresarios se fueron acabando, como dijo Teodado, o Lina, que después se destapó como poeta también ¿te acuerdas, Vadel? que al que no le gustara, que aguantara, o que arrancara, y nos quedamos con una oposicioncita, que se fue muriendo en cada intento, y ahora la oposición se la tiene que hacer el mismo gobierno, como hacían Batman y Robin, inventando aquellos malandros, que si El Guasón, que si Gatúvela, y eran mentira: mentira: esos los contrataban ellos mismos para que la policía de Metrópolis o Ciudad Gótica, o como quiera que se llamara la ciudad aquella justificara sus gastos y el armamento, y yo no sé si ustedes se acuerdan de esos personajes, que eran como yo y Teodado, en un mundo que no sé por qué nos critica tanto, porque hasta hijas tuvieron Batman y Gatúvela y Batichica y El Guasón, porque después los descubrió la prensa, esa plaga que interviene hasta en el útero de las mujeres, y fue por eso que mandé a cerrar toda imprenta, para que no dejara impronta, como me dijo que dijera Isaías, en los tiempos en que aún se creía poeta, y eso lo celebró mucho Freddy, que entonces se reía de todos mis chistes, y ahora lo que más me pesa es la soledad y el silencio que rodea todo lo que piso

Barquisimeto, Junio del 2002
Mérida, Junio del 2003


EL PAJARO IMPOSIBLE



El deseo por esa figura salvaje y graciosa me acompaña siempre: o por lo menos revive cuando el amor o lo inesperado, me invitan

José Balza: LA SOMBRA DE ORO

Todo comienza con los esplendores de un adjetivo hallado en el relato de un niño que desea seducir un pájaro. Desde el fondo de la luz, me voy sumergiendo en el sueño. En el cuaderno están guardadas las hojas del árbol de oro y la fotografía que capta a un hombre y una mujer posando juntos, sonrientes, recortados contra un fondo oscuro. A su derecha, un espejo refleja la otra cara del día.

Las hojas del árbol y la foto me devuelven a las zonas mágicas por donde transitamos aquellos días. Siempre próximos. Comiendo juntos. Adivinándonos el destino en los signos de la baraja, o en las palabras del horóscopo. Revelándonos gustos y recuerdos. Recibiendo el asombro de los otros. A ratos, cada quien volaba hacia sus par¬ticulares espesuras, para resguardar los misterios. Es agosto. La claridad de este domingo, silencioso y solemne, me trae visiones de muerte. Las letras de oro se destacan sobre la pantalla negra. Corren. Se agrupan a un leve golpe de teclas.

La habitación del hotel tiene ventanales cubiertos por persianas amarillas. Toda la luz está apenumbrada hacia tonos nostálgicos. Hay cierta cualidad de lo clandes¬tino en el aire. Alfombras y tapizados marrones. Cubreca¬mas verdeoscuro. Lámparas que jamás iluminan directamente. En habitaciones paralelas, dos seres construyen su versión de los hechos: las adaptaciones de sus biografías. El lee una carta escrita a mano, en papel bond 16 con membrete de oficina pública. La letra es firme y a veces desordenada por el arrebato. Ella intenta leer un libro, adormecida por la música que brota de un pequeño artefacto: se reproducen temas de famosas películas de amor. Lee, deslumbrándose por la elegancia del lenguaje del escritor, por su breve eficacia. Piensa también en un gran tablero de ajedrez: en una partida muy larga que es a veces un ejercicio li¬terario. Piensa en la lentitud de las jugadas, en su carác¬ter ambiguo, en ese silencio mortal que envuelve el bosque lleno de trampas donde se mueven las piezas. Quizá escribió una carta ese mediodía. De cualquier manera, sólo son ficciones. Movimientos que la pueden volver o no invisible. De pronto, alguien toca la puerta. El sonido es apagado por el rumor de los acondicionadores de aire. Sin embargo, ella lo escucha y se levanta. Abre sin preguntar, porque adivina.

Después de la cena copiosa, fueron los tragos en el bar de los boleros. Nunca tuvieron la necesidad de sentarse juntos para ir construyendo la atmósfera de los encuentros. Tampoco pronunciaron palabras que fueran más allá de las estrictas trivialidades sociales. Con lo vivido. Con la carta que ella le entregara al mediodía, todo estaba dicho. Esa noche se despidieron en el pasillo, deseándose descanso. Ni promesas, ni seducciones contenidas. Ahora, él atraviesa el espacio entre sus puertas enfrentadas. Y ella abre, recién bañada, cubierta por una doméstica franela ancha, azul y un poco desteñida. No lo esperaba, pero tampoco se sorprende. Es el riesgo de lo inextinguible. El entra. La mira. Tampoco ahora se dicen palabras. Ambos saben que todo lo que ocurra ya habrá sido minuciosamente deseado. El abrazo es espontáneo, fuerte, por un momento, casi fraternal. Después, los labios se buscan febrilmente. Se funden los jugos de las lenguas encendidas. Los espejos rectangulares repiten sus imágenes. En la penumbra de la habitación, iluminada por la lámpara de cabecera, sólo se destaca la cama, con el cubre¬cama corrido sobre la sábana blanca. En los espejos están los dos cuerpos: él la empuja contra la pared. Sus manos pequeñas y sensibles, han levantado el borde inferior de la tela y tocan con delicadeza los senos, detallan los pezones, mientras los besos se intercambian con lenta ferocidad. Ella le acaricia los cabellos recortados en la nuca, en las sienes, toca los lóbulos de sus orejas, desliza las manos por sus hombros y su espalda. Hay un aire salvaje y paradisíaco en medio de la milimétrica precisión de ese hotel civilizado. El recorre su cuerpo, tantea sus formas. Ella abre la camisa. Muerde la piel, respirando ansiosa el olor. Aspira el aire con cierta desesperación. A ratos se curva, estremecida. El la acaricia por encima de la pantaleta de suave textura, provocándole escalosfríos y gemidos. Ella corre los dedos por el borde del cinturón hasta encontrar el cierre. El la ayuda a despojarse de la franela, de la pantaleta, contempla su sólida desnudez. Pasa las manos abiertas por la rotundidad de las caderas, por la estrechez de la cintura, lame los pezones exaltados. Ambos parecen estar envueltos en azules chispas siderales cuando caen en la cama. Tiemblan descubriéndose en olores y sabores. Se desvanecen entre las sábanas. Prueban el vacío. Se sienten, piel contra piel. Se convierten en electricidad pura: reflejos de un arco voltaico. El deseo es simple, coherente, concreto.

Entonces abro los ojos, y la cinta del grabador acabó hace rato. En el silencio, trato de captar los sonidos de la noche. Un coro de grillos después de la lluvia. El aire acondicionado está demasiado frío y me cobijo. Recuerdo el sueño, lo voy recuperando lentamente. Todavía una nota apasionada vibra brutalmente dentro de mí. También recupero el relato que leía: el pájaro de la selva en manos del niño, el pájaro imposible que el niño cautivara entre las ramas del árbol de oro: lo había deseado tanto que pensó que la fuerza de su deseo tendría el poder necesario para retenerlo. Prefirió no tocarlo. Poseerlo con la sola abstracción del pensamiento. Saberlo suyo sin tener el derecho de los sentidos, ni de la razón. Lo dejó intacto. No cortó sus alas. No alteró su plumaje. No lo sometió a la jaula. Sólo contaba la felicidad que compartían niño y pájaro, y que venía del reflejo perfecto de ambos en el prisma. Todo error, toda carencia, quedaban soslayados, porque era imposible permitir que una secuencia infame rompiera la maravilla del ejercicio. Desde el centro de la madrugada, llega el día certero. Las emociones del sueño y el texto se han ido desvaneciendo. Una extraña felicidad madura en mí. Me siento como si fuera navegando en una barca tibia y dorada, una barca de oro, sólo yo entre el sol y el río.

Y ahora, cuando he regresado a mi casa, se van difuminando las imágenes del hotel, la fingida carta y el sueño. Reviso el calendario para comprobar que esos días transcurrieron, porque parecen diluirse en una materia onírica. Aquí las luces son blancas, crudas: dibujan con específica realidad todas las cosas. Los ventanales son amplios. Las cortinas, claras. No hay resquicios para lo ambiguo. Todo lo demás parece fantasía. Pero la foto en el cuaderno, las hojas del árbol de oro, la memoria del reverberante color metálico del río, y hasta la certeza de la barca dorada, me aseguran el paso del tiempo.

Escribo, voy creando un mundo: su atmósfera. Voy inventando los sentimientos, las pasiones, los deseos. Las letras doradas se reúnen sobre el fondo negro, forman palabras. Materia prima. Realidad implícita del texto. Ignoro el vínculo entre lo vivido y lo escrito. Por un instante, que es para siempre inaprehensible, yo soy el niño que poseyó el pájaro, soy el pájaro, soy la mujer que escribió la carta, el hombre que la leía, soy la que soñó, lo soñado y los protagonistas del sueño: soy aquella que recuerda y es recordada, y la que escribe este domingo, en medio de la mañana solar de agosto, cuando la muerte se anuncia, justo para que la muerte no venga.


(El Tigre, 1990)


EL CASO DE ROSE DONNE


Para Grace y Rebe y el Rafa


Minnie Gasbab es una terrible chismosa, dijo Mrs. Clark a Mrs. Boffin, mientras paseaban lánguidamente en medio de la tarde tropical. Era el mes de julio. Un sol blanco y ardiente llenaba todos los espacios. La atmósfera era sofocante y despertaba los instintos adormecidos por siglos de educación y buenas costumbres. En ese lugar todo era distinto: la cólera, el amor, los celos, la dicha, se sentían de diferente manera. La misma Mrs. Clark, con todo y haber sido educada en el seno de una aristocrática familia bostoniana, había roto a bastonazos los cristales de su casa, cuando discutió con Mr. Clark en cierta oportunidad. Después, ambos tuvieron que inventar algo sobre una explosión, lo que ocasionó que el Departamento de Mantenimiento realizara una ardua revisión de las tuberías de gas, cuyos resultados los dejaron perplejos.

Mrs. Clark sentía que se ahogaba, a pesar del aire acondicionado y de la vegetación tan fresca y hermosa. Ella y Mrs. Boffin, una joven de Kansas, muy educada, acostumbraban caminar por los jardines del Campo Norte de San Roque, todas las tardes. Caminaban bajo lujosos arcos de trinitarias cuyos tonos variaban desde el rojo frambuesa hasta el rosado. Había helechos colgando como cortinas de un verde delicadísimo. Setos de cayenas cuidadosamente recortados. Macetones de azaleas blancas. Jardincillos circulares de lirios y calas, flores obscenamente carnosas. Sí: era obsceno. Mrs. Clark jamás se había imaginado que pudiera existir algo así.

¿No le parece, querida, que hace un calor sofocante?, dijo.

Sí, claro, supongo que podemos entrar al Salón, si usted quiere, respondió su compañera.

Mr. Clark le había dicho al principio, cuando le propuso venirse a ese lugar, que sólo serían unos meses. Algo para él very important. El desarrollo de su carrera. No le habló de las incomodidades, de los insectos, de la humedad caliente del aire, de la fuerza monstruosa de las pasiones, ni del lugar en que vivirían: aislado por perros y alambradas, y donde deberían circunscribirse a tratar con veinte o veinticinco familias de tan diversa cultura y nivel social, igualadas por la necesidad de juntarse, extranjeros en medio de nativos que eran a la vez untuosos y hostiles.

Por lo demás, fuera de las alambradas sólo había una llanura reverberante, y, más lejos, un poblado sucio y bullicioso, donde se cultivaban el vicio, la perversión y la violencia. Mrs. Clark había ido dos o tres veces, con idéntica sensación de grima.

Ya esto duraba demasiado. Después de año y medio, apenas si lo resistía. Todo el tiempo temía volverse loca. Ni siquiera se atrevía a tener un niño, como reiteradamente se lo había sugerido Mr. Clark, porque dudaba de que fueran adecuadas las condiciones del lugar. ¿Qué educación podría proporcionarle a un chico en esas circunstancias? Oh, aquellas amas de casa parlanchinas tenían hijos que cuidaban sirvientas indias. Las vestían con uniformes azules, les quitaban los piojos, y a cambio de una cantidad insignificante, se podían dedicar a comer cacahuates y jugar a las cartas. Una vez quiso promover un Círculo Literario, como el que su madre había tenido en Newport los veranos, pero aquellas mujeres apenas sabían de lo que se trataba.

Por lo demás, fuera de los suyos, que no eran muchos, los únicos libros que había en el campamento eran los religiosos del reverendo Castle, quien cierta vez, al oírla hablar de cierto John Dos Passos le había recomendado privadamente que no volviera a mencionarlo: That communist, God save us..., había dicho.

Mrs. Clark y Mrs. Boffin caminaban sin apresurarse, las dos tan jóvenes, tan rubias, tan bonitas, vestidas con sus vaporosos trajes blancos escotados y ocultas bajo la doble sombra de sus sombreros de paja y sus sombrillas estampadas: la de Mrs. Boffin, con pequeñas flores, y la de Mrs. Clark, a rayas anchas blancas, rojas y azules.

Hablaban de los acontecimientos que envolvieron a otra vecina, la pequeña Mrs. Donne, de soltera Umbrella, o Stallone, o cualquier otra cosa italiana, quien recientemente había vuelto a la Unión, después del estallido de un escándalo donde estaba metido, decían, hasta el propio reverendo Castle. Todavía no se sabía a ciencia cierta qué cosa había sucedido, y si bien se hablaba de hombres pasados por el lecho de Rose Donne, ninguna de las chicas, después de someter a sus maridos a cuanto proceso de confesión se les ocurrió, había obtenido una historia clara.

Y ahora Mr. Donne andaba embriagándose en Santa María, con una corte de gente de mala vida. Mr. Clark había comentado que, de seguir así, La Compañía tendría que prescindir de sus servicios.

En aquellos días calurosos y brillantes, de impredecibles tormentas, había surgido la historia que encendió los rumores por igual en las asépticas viviendas y los salones de los Clubes Norte y Sur de San Roque, y hasta en el polvoriento laberinto de casuchas y bares del pueblo de Santa María del Mar (a Mrs. Clark le parecía incomprensible que, estando tan lejos del mar, aquel caserío odioso tuviera tal nombre, pero lo atribuía a la mentalidad de esa gente, tan extravagante).

El rumor aludía a algo entre Rose Donne y, tal vez, un negro. Comenzaron a barajarse posibilidades. Se decía que Mr. Donne había protagonizado riñas con algunos obreros de la perforación, con uno de los gerentes y había retirado el saludo al profesor Boffin. Aun así, nadie podía decir exactamente qué había sucedido.

Salvo que no haya sucedido nada y todo haya sido invención de Minnie Gasbab: yo la conozco..., dijo Mrs. Clark en voz alta, siguiendo el curso de sus pensamientos.

¿Qué sabe Usted de ella?, preguntó con curiosidad la otra mujer.

Nada, en realidad... Pareciera que no tiene más ocupaciones que mirar por la ventana y comentar luego lo que ve, convenientemente ampliado y...reinterpretado, diría yo. Creo que ella podría ser una buena escritora de novelas... De hecho, imita los libros de Joachim Red Sauce

Pero va mucho a la iglesia, es piadosa... En cambio Rose Donne no parecía muy...moral... siempre con esos trajes llamativos y esa risa... Era católica, además, hija de italianos... ¿cómo creer que no...? Todo la condenaba, usted la vio también: era coqueta... Y Minnie Gasbab es de una antigua familia de Georgia, mientras que Rose venía de New York, usted sabe...

Claro... dijo ambiguamente Mrs. Clark.

Ambas entraron al salón bien aireado y ventilado, lleno de mesitas redondas y sillas de listones pintadas de blanco. Detrás de la barra había una estantería para bebidas. Varios espejos daban mayor amplitud al espacio. También allí había plantas, verdes, vigorosas, exuberantes. El barman cabeceaba sobre un periódico, y dos chicas vestidas de verde y blanco se movían entre las damas sentadas allí a esa hora para beber té frío con limón o refrescos de frutas tropicales, y comer pasteles. No había un solo hombre entre los clientes. En cambio, varios niños correteaban por la terraza, chapoteaban en la alberca, en el estrado de la Orquesta que amenizaba algunas noches, y entre las mesas. Niños rubios y sonrosados, cuidados por sus niñeras vestidas de azul celeste.

Mrs. Gasbab, de unos cuarenta o cuarenta y cinco años, delgada, musculosa, gran jugadora de tenis y de golf, con la cara quemada y arrugada por el sol y el cabello corto, dorado, con mechones blancos, reinaba en el grupo de trece o quince mujeres que la escuchaban mientras consumían placenteramente sus meriendas. Cuando ellas entraron y cerraron sus sombrillas, voltearon a mirarlas y las saludaron con gestos de efusiva bienvenida:

¿Qué tal, Margaret, qué tal Ann...?

¿Qué tal el paseo ¿Desean acompañarnos?

Por favor... ¿qué tomarán?

Vengan, vengan... Escuchen... Minnie está contándonos más de esa indecente historia: ya saben...

Oh, sí, indecente pero divertida ¿no es cierto?, dijo Mrs. Clark y se sentó con una sonrisa. Mrs. Boffin la siguió con cierta reserva, pues sabía que el nombre de su esposo había sonado fuertemente en el rumor, aunque ella creía en él cuando negaba su participación en ese asqueroso asunto.

En ese momento, la lavandera negra del Campo asó, seguida por su hija adolescente. Las dos llevaban sobre la cabeza los fardos de ropa blanca que mandaba a repartir La Compañía, y caminaban altivas y garbosas, exhibiendo sus hermosos cuerpos.

Precisamente con el hijo de Frony fue con quien la vi por primera vez desde mi ventana. Créanme, queridas, no fue una ventaja tenerla allí... Pasaban tantas cosas pecaminosas en esa casa, se decían tantas obs¬cenidades... Y yo, sin poder evitar verlas y oírlas...

Mrs. Boffin se removió inquieta. Le dolía el cuello por la tensión. A cada momento esperaba que le hicieran alguna pregunta, o que mencionaran a su marido. Aquel asunto de Rose Donne había sembrado incertidumbre y desconfianza en todo el Campo: los hombres que trabajaban en las perforaciones, y que regresaban cansados, sucios de barro y aceite, miraban con suspicacia a sus mujeres, tibias y suaves, que los esperaban en el confort del hogar, y las interrogaban sin sutileza, analizando las respuestas con minuciosidad. Desconfiaban de los que trabajaban en las oficinas: gerentes, contadores, médicos, oficinistas y profesores, y que cumplían un horario, o podían desplazarse con libertad en el área de viviendas mientras ellos estaban lejos. Siempre había existido una vaga rivalidad, pero ahora las cosas se planteaban de diferente manera: ¿dónde pasaban sus ocios aquellos dandis perfumados mientras ellos se reventaban chapoteando en el fango, atormentados por el ruido de las calderas, a pleno sol o en plena noche, trabajando como brutos?

También los señores de las oficinas recelaban del encanto que para algunas mujeres podían tener esos hombres toscos, con sus olores viriles, el aura aventurera de su forma de ganarse la vida y de su origen en pueblos del Oeste. Y todos desconfiaban de los criollos que trabajaban en el Campo: jóvenes latin lovers de cabellos asentados con brillantina, piel morena, vestidos de blanco y bañados en agua de colonia. Los miraban de soslayo en las reuniones mientras ellos desplegaban sus artes de fascinación, su habilidad para el baile y la exótica blancura de sus dientes de animales sanos.

Por su parte, tampoco las mujeres confiaban en sus hombres, ni en las otras mujeres, sobre todo si eran jóvenes y atractivas. Sólo Mrs. Gasbab lucía absolutamente segura de su posición. ¿Acaso porque Mr. Gasbab, que era uno de los gerentes, había perdido para siempre sus apetitos sexuales?¿O quizá porque ella, Minnie Gasbab, podía satisfacer todos sus deseos?

Yo no creo que sucedieran tantas cosas, dijo Mrs. Clark en aquel momento, pienso que nos estamos dejando llevar por la fantasía... El hijo de Frony, por ejemplo, es apenas un muchacho, y muy respetuoso... Por muy loca que hubiera estado Rose Donne, él hubiera sido lo suficiente mente juicioso como para...

¿Defiende usted, Margaret, a un negro y a una perdida italiana...?, sonó con cierto tono gangoso y glacial, la voz de Mrs. Gasbab. Todas en la mesa se estremecieron. No creo que una dama como usted crea en verdad lo que dice... A menos que eso haya aprendido en la universidad, leyendo todos esos libros...

Mrs. Clark se apresuró a replegarse, ruborizada de cólera, pero temerosa.

Lo siento, no quise decir nada, en realidad no tengo opinión...

No se inquiete, querida, comprendemos sus sentimientos: es usted taaaan jooven, y ha leído tanto... eso confunde a cualquiera, dijo amablemente Mrs. Gasbab.

En el silencio que siguió se escucharon los gritos juguetones de los niños, las reconvenciones de las niñeras en tono apagado, la agitación del agua de la alber¬ca, y el canto de los pájaros. Una luz dorada había llenado todo el espacio en el ocaso. Mrs. Clark sorbió su té y las conversaciones volvieron a fluir. Ahora se hablaba de una máscara de belleza hecha a base de avena de hojuelas y miel: sólo veinte minutos una vez a la semana, y luego una de clara de huevo durante media hora. Alguien mencionó los baños de tilo para calmar los nervios, y la charla derivó hacia medicinas naturales y tejidos de aguja. Al cabo de un rato, Mrs. Clark se levantó, recogió sus cosas y se despidió amablemente del grupo. Miró a Mrs. Boffin:

¿Viene, querida...?

Mrs. Boffin, aliviada, recogió también su sombrero y su sombrilla, y ambas salieron a la tarde que languidecía. No comentaron nada. Al llegar a la calle, apresuraron el paso entre la doble fila de casas blancas, con puertas y ventanas pintadas de verde, protegidas por telas metálicas, techos de asbesto rojo y jardines simétricos, separados por cercas de tabloncitos también blancos. El césped recortado tomaba un color plata, y las flores de los setos se iban hundiendo en las primeras sombras de la noche. Cada casa tenía un buzón y un senderillo de granito que conducía hacia la puerta principal y se bifurcaba hasta la parte trasera, la puerta de la cocina y el lavandero. Las dos mujeres se despidieron con un beso gentil, revisaron el buzón, recorrieron el sendero, abrieron la puerta y fueron encendiendo las luces.

De idénticas alacenas y refrigeradores, comenzaron a sacar los ingredientes para preparar la cena.

A lo lejos, hacia el sur, se acercaban velozmente los camiones que traían a los hombres desde los pozos. Se acercaban, levantando el polvo rojo de la sabana.





EL VERANO


La Orquesta se prepara sobre la tarima. Los músicos afinan los instrumentos y el director, metido dentro de un traje que a todas luces le queda ajustado, mueve los brazos nerviosamente. Hay dos torres de sonido, negras y sólidas, colocadas a izquierda y derecha del escenario, enfocando hacia el sitio del público. Hay grandes multilámparas que alumbran la tarima y la multitud abigarrada a su alrededor, aunque aún es esa hora en que la tarde no se decide por el ocaso y queda una gran burbuja de luz acumulada, justo sobre el rojizo horizonte que en el oeste va anunciando el final del día. Enrique y yo llegamos hace rato, repartiendo saludos y casi enseguida nos encontramos con la gente de la pandilla, del clan, del grupo, como se llame, e inmediatamente me sentí protegida mientras Enrique seguía circulando, saludando aquí y allá, cambiando comentarios jocosos, críticas ácidas, todo. Enrique está siempre tan activo y es tan popular que a veces me siento atemorizada, no siento que lo acompaño porque yo soy del tipo más bien retraído, más bien asustadizo, más bien poquitacosa. Pero en medio de este grupo no tanto. Con ellos puedo sonreir, jugarnos bromas. Hay esa hermandad de almuerzos y cenas familiares compartidas. Hay esa viscosidad que dan algunos trasnochos cómplices, cervezas demás y música de rockolas, pero todo muy dentro de los aceptado, claro. No puedo decir cómo lo sé, pero sé que él se acerca, felinamente, cautelosamente. Saluda, como siempre, muy serio, muy respetable. Su sonrisa es brevísima. Relámpago. Pero deja ver una dentadura perfecta, los ojos verdosos se le iluminan con un resplandor ingenuo. Toda su cara se suaviza con los aires de una niñez perdida hace ya mucho, pero presente de alguna manera en algún lugar. Se coloca exactamente a mi espalda, separado por una brecha de diez, doce centímetros, que poco a poco se va llenando de calor. El permanece en ese sitio, participa de las conversaciones, ríe. Yo me muevo, me agito, camino, pero algo como una fuerza de atracción me impide alejarme demasiado del calor que emana de su cuerpo. El concierto comienza de súbito. La Primavera de Vivaldi, previsible, popular, se expande por el aire, entre el gozo de la multitud. La Orquesta comete algunos errores, que de todos modos pasarán inadvertidos para toda esta gente que vino al acto para distraer su ocio, reunirse con las amistades o flirtear. La luz de la tarde ha ido apagándose y ahora sopla una brisa suave y fresca de Enero. La brisa provoca una lluvia de pequeñas flores que caen sobre nosotros, nevada de flores blanquísimas, levísimamente perfumadas. Siento cómo él comienza a quitarme las flores del pelo y de los hombros con paciencia (con sensualidad?). Siento la delicadeza de sus dedos. Ninguno de los dos hace algún signo, algún gesto que delate el delicado vínculo establecido. La Primavera finaliza, y cuando se inicia El Verano, un calor se asienta en mis pezones, va abriendo mi vulva como si se tratara de una flor de medianoche: pétalo a pétalo, con un minucioso deslizamiento que crea una red de mucosidades luminosas, sensitivas: cada roce repercute, se vuelve escalofrío: mis senos se yerguen, los siento abombarse, la piel friccionándose con la tela del sostén. Abajo, humedades se expanden. Un calambre quizá doloroso se eleva vientre arriba. Un leve temblor va ascendiendo desde mis rodillas, va como hilo conductor de electricidad por cada uno de mis muslos, lo siento abdomen tórax arriba, se aposenta en mis axilas, en mi nuca. El es más alto que yo, mi nuca quizá llegue hasta su pecho, pero no dejo de sentir lo caliente de su respiración, aunque tal vez no, tal vez imagine todo eso y es mentira y lo de las flores es sólo un accidente, una cortesía. La música es excusa para no hablar, para no moverse. Pero viene Enrique, cansado ya de su trajín social, y me abraza y me propone irnos y entonces nos despedimos de la pandilla, muy de buenos amigos, nos estrechamos las manos, intercambiamos besos en las mejillas, hasta mañanas sin malicia, mientras allá, en la tarima, desde la Orquesta, El Verano va llegando a su fin.


CARTA DE UNA VIUDA DE LA GUERRA CIVIL



Amiga:

Jamás hubiera creído que iba a escribir una carta como ésta. De hecho, he dejado pasar el tiempo porque me resistía a asumir esta parte de la historia que me ha tocado vivir. Porque me era imposible entender que en pleno siglo veintiuno iba a sentirme como una mujer del siglo diecinueve. O, peor aún, porque me resistía a aceptar que, habiendo nacido en medio de códigos occidentales de cultura, y educada con tantas pretensiones de libertad, fuera a convertirme en una mujer de algún sitio del mundo donde el velo y la obliteración, la prisión y el silencio obligado, son la verdad cotidiana. No quería ser esa imagen fotográfica de un alarido abrazada a un cuerpo muerto. No quería ser ese icono de mujer sumergida en el dolor más certero. Y también rechazaba sentirme, o provocar que otros me sintieran, patética. El pudor, hermana, el pudor ése que nos inculcaron nuestros padres. Sin embargo, lo soy, quiéralo o no: visto siempre el negro cerrado de mi luto, mi sonrisa se ha ido desvaneciendo y continúo con mi vida, sin mencionar a nadie esto, sin narrar a nadie esto, sin dejar traslucir ningún dolor, sin derramar, ni siquiera en privado, una gota de llanto, tratando de sobrevivir y no llenarme de amargura.

Pero hoy las horas están tristes. Tres días de lluvia fuerte, un cambio de clima abrupto que lanza a gente del trópico a una atmósfera más fría, desagradable en la piel, han causado que de súbito mi ánimo decaiga y ese mar de dolor que se había alejado largamente de la costa, como suele pasar en los cataclismos marinos, se devuelva de súbito con un oleaje fuerte, devastador, que golpea y golpea la roca viviente en que me había transformado. Sé que esto era inevitable y estoy dejando que pase. Soy como una roca en la playa. Soy una roca. Y las olas chocan espumeantes contra la roca que soy. Las olas rompen y chorrean entre los resquicios de mí. Olas amargas.

Ayer, fue la cólera, la enorme carga de mi odio contra todo, contra las circunstancias, contra el hombre que tomó su decisión y al tomarla me dejó desamparada, me dejó tan ligera de armamento, tan frágil, con esta palabra que apenas si resuena, o quizá no, y es, como dicen, espada de doble filo. Pero, en todo caso, dejándome viva y sin posibilidades de recoger su fusil, como hacían las soldaderas en otros tiempos. Me apartó del combate sin tomar en cuenta mi posibilidad, sin consultar mi decisión, asegurándose de ponerme a salvo para él seguir solo y escotero, porque pensó, y tal vez fue así por un momento, que yo ya no daba más y era necesario entonces guarecerme y dejar que yo construyera el que sería su alivio, su hogar, después de lo que fuera. Después de un final que todos pensamos sería más digno. Más digno el contrario, ya vencido, negándose a seguir derramando una sangre que la tierra no está en capacidad de absorber ya.

Después, fue el dolor. Un desgarramiento en el corazón. Un tajo que hacía tiempo tendía a hacerse evidente y abrirse. Un dolor tan intenso que me dobló las rodillas a orilla de una cama, justo cuando me llamaban para atender un parto, lo más semejante a una esperanza. La lluvia, los días terribles y la mujer parturienta. Fui, y estaba sudorosa en la pequeña habitación. Vi la sangre, las caderas llenas de estrías de la muchacha, medio incorporada y con las piernas abiertas, la muchacha pariendo que quería también mantener su dignidad. No había suficiente luz, las mujeres más jóvenes me rodeaban, desconcertadas y abrumadas por el prodigio vida/muerte. Y el dolor me corroía vigorosamente, me corría en ríos de sudor y llanto, todo salobre como agua de mar, y yo me sentía sola, a pesar de que todas aquellas mujeres a mi alrededor torpemente ayudaban, comentaban, cooperaban. Y, aun así, no hay llanto suficiente. Los sollozos se me salían del pecho, incontrolables, confundiéndose con los gemidos de la muchacha que paría. El dolor me envolvía como una mortaja. Quise estar muerta. Cerré los ojos e imploré a Dios por la muerte. Pero tú sabes cómo es Dios, cómo se relaciona con nosotros y nos mete en el fuego para hacernos de oro puro, según dicen. Este Dios, a veces abstracto, de tan ausente; a veces terriblemente justo; a veces lleno de misericordia, no me envió el rayo que le pedí con pasión, el impacto que me destruyera. Y entendí que no lo haría. La criatura nació. Salió rápida, libre, húmeda. Otra mujer. Lloró fuerte, rebelándose contra la agresión del aire y de la luz, contra esa otra manera de estar viva. Y la madre, recostada al fin, pálida y agotada, la recibió limpia y acomodada de mis propias manos. Luego, me bañé largamente antes de acostarme e ingresar al sueño intermitente, a la vigilia del miedo.

Hoy, es esta sensación de no poder levantarme del lecho. Esta parálisis. Es como si hubiera muerto de otra manera. No quiero salir de la habitación y tener que interactuar con los otros miembros de la casa. No quiero ver a la recién nacida. No quiero ir a la calle. No quiero tener que almorzar en la mesa familiar. No quiero saber las noticias. Ni siquiera escuchar música me consuela. Y pensé que quizá si te escribía, pudiera limpiarme de esta llaga. Escribir es a veces como una especie de betadine del espíritu: un desinfectante que luego se vuelve un bálsamo cualquiera, furacín tal vez, que va propiciando una cicatrización que no será milagrosamente instantánea. Que durará, no sé, seis semanas, ocho, o cuarenta semanas. Pero que algún día terminará. La llaga terminará. El pus terminará. La fiebre terminará. El dolor terminará. Pero la huella, no. Imborrable, esa marca permanecerá hasta que, dentro del ataúd, los líquidos del cuerpo estallen y deshagan esta máscara de carnes, huesos y nervios, que es finalmente sólo agua de vida condensada por un tiempo para que camine por el mundo y, no sé, se reproduzca y muera.

Cuando esto comenzó, él quiso acompañarme cierto día a una misa. El oficio en sí era sólo pretexto: éramos tan ilusos entonces: creímos que vistiéndonos de negro y acudiendo a una iglesia estábamos librando un enorme combate. Y éramos tan pocos, tú lo recuerdas: apenas un grupo que se despojaba de sus miedos, que se sacudía de la bruma de los abusos para intentar transformar el futuro. Tal vez debí haber visto más ese día, cuando él me dejó en el banco ecclesial y se reunió con otros hombres, todos tan erguidos y tan serios. Pero no lo conocí nunca lo suficiente como para saber, sin mirar nada, sólo adivinando, sus movimientos, sus pensamientos, sus angustias, sus luchas. Meses después, una tarde, creo, me preguntó extrañamente si yo le diría algo si estuviera conspirando. Y, no sé ¿estábamos conspirando? Todavía el destino no nos había envuelto en la vorágine, ni los asesinos habían abandonado sus guaridas. Pensé largamente la respuesta: ¿escribir en un periódico de cuando en cuando, reunirnos para pensar en el futuro era considerado conspirar? Ciertamente, una leve atmósfera de amenazas se cernía sobre nosotros. Estábamos marcados en un tablero como ciudadanos bajo sospecha. Nos citaban en salas como las de El Proceso, tú sabes. Sitios burocráticos donde todo el mundo comenta el caso del otro y le da su interpretación. Pero no era en verdad sino un acto histriónico, de parte y parte, y no era posible hablar de conspiraciones, o quizá sí, porque deseábamos salirnos de un juego que era legal porque nosotros mismos lo permitimos así. Quizá por indiferencia. O por resignación. O por esperanza. Y ahora, aquel juego se había vuelto siniestro, como la OUIJA de El Exorcista ¿recuerdas? Lo cierto es que pensé antes de responder y decirle que sí, que se lo diría, porque no era ético poner en riesgo su vida y su libertad por seguir mis tendencias, dije, y recordé cómo Gómez, el tirano liberal que mencionan los historiadores, llevó al calabozo al marido de Lucila Palacios y le puso grillos de cuarenta kilos que le destrozaban los tobillos, aunque la que andaba en la cosa política era ella. Él sonrió con cierta tristeza y no me dijo más.

Siempre me pidió que confiara en él. Y confié, hasta cierto punto, porque así son las cosas. Por más que quiero, mi fe no llega a ser absoluta. Seguí con las reuniones, los textos. Él sonreía, a veces, y me acariciaba con ternura llamándome conspiradora light. Luego, las posiciones se radicalizaron y aquellos Idus de Abril, tú lo sabes, fueron ya el hito donde había que irse o quedarse, retirarse o pelear. Aquellos días fue cuando medí la calidad y la densidad del compromiso que él tenía. Sabía que aquellos hombres altos, erguidos y serenos eran otros soldados, en una batalla mucho más compleja que la nuestra. Nosotros, marchadores vestidos de negro, planificadores de sueños. Los muertos de los Idus de Abril y todos los sucesos, me permitieron ver por vez primera los hilos de una red que era distinta de lo que podía haber imaginado siquiera: una red que me asustaba. De repente, él pareció haberse transformado. Esos días fue conmigo más paciente, más amoroso, más cuidadoso. Me explicó con colores claros y hermosos el futuro que tendríamos. La vida de los dos en el ocaso de la vida. Un jardín, quizá un gato. Pero antes, era preciso pasar por farallones de sacrificios. Yo solamente decía sí. Hubo momentos en que dije no, también. Me negaba a aceptar que vendrían tiempos de violencia inubicable. Me negaba a aceptar palabras que sonaban como soluciones quirúrgicas. Me parecía terrible y me refugiaba en argumentos, en ciudadanía, en civilidad, en términos y conceptos con los que habíamos crecido y de los que era imposible deslastrarse.

Mientras tanto, las batallas más duras se gestaban. Cierta desesperación nos arrastraba a veces. Los colores del mundo se habían vuelto grises. La jacaranda que estaba a la puerta de nuestra casa no dio flores en su momento y comenzó a secarse. Era un mal augurio. Llovía y era como un ácido. El borde de las hojas de los arbustos aparecía quemado, a veces. Me sentí a borde del horror, o la locura. Hubo días en que tanto era mi miedo que ni siquiera puedo expresarlo con palabras. Pero había decidido verificar en las filas de lo que considerábamos el enemigo cómo eran sus posiciones, sus estrategias, sus organizaciones, sus formas de financiamiento, la distribución de su logística. Era fácil, en principio. Una actuación, una cámara fotográfica, un grabador, un cuaderno de notas, capacidad para observar, establecer relaciones y anotarlas. Era fácil, al principio, o lo parecía. Pero ¿en qué momento podía darse un paso en falso?¿cuándo me traicionaría, a mí, personalmente, la asfixia que me producía el sólo oír hablar al asesino, o verlo en la pantalla del televisor?¿cuándo perdería la prudencia necesaria, o la capacidad teatral? Y eso que todavía lo creíamos drama. Que aún pensábamos que era periplo y no exilio eso en lo que andábamos. Eso que aún no era del todo una tragedia.

Él me observaba. Un domingo, cuando daban un programa donde el gobernante se refocilaba en su retórica, comencé a sudar, a pesar del aire acondicionado. Me estaba ahogando. Era la nítida sensación de que la garganta se me cerraba y no ingresaba el aire a mis pulmones. Él cambió el canal, me habló con serenidad, pidiéndome que me tranquilizara. Yo estaba molesta conmigo misma. Y con él. Discutimos brevemente. Palabras duras. Salí a la calle. Caminé algunas cuadras, hasta toparme con un templete. Dos tarimas cerraban una de las calles principales de la ciudad. Enormes cornetas dejaban salir la música emblemática del régimen que ellos llamaban revolución. Una mujer blanca, rubia, con los ojos muy azules e identificada con un carnet de la alcaldía, que ella lucía muy orgullosamente, se trepó a uno de los templetes y comenzó a bailar. Había algo extravagante en aquella tropelía de gente: funcionarios grises, dominguereando con sus cervezas en la mano, los chinos de un restaurante cercano, asomados jubilosamente a la puerta, exhibiendo un banderín con la imagen de Mao, una imagen del pasado, incognita para muchos. Y la mujer bailaba con cierta desfachatada obscenidad y de pronto dijo les matamos unos cuantos y salieron corriendo. Sentí el mareo. La náusea. Los demás repitieron como estribillo lo que la mujer gritaba y gritaba con desenfreno ¿a quién no le gusta la locura? Cantaba la mujer rubia, y nunca sabré su nombre, pero la reconocería en cualquier momento. Ellos bailaban sobre los cadáveres, sobre la sangre. Esos muertos que ellos mataron habían nacido bajo la misma bandera, y ahora, ya no, ya no eran hermanos, sino que la guerra se había declarado y no podíamos vernos más sino como enemigos. Regresé a la casa. Él me esperaba. No le dije nada. Hablamos de otras cosas, vimos televisión. A la mañana siguiente, comenzaron a sangrarme las encías tan profusamente que temí que tuviera leucemia o algo así. Comencé a sentir una fiebre delirante. Alucinaciones auditivas y visuales me perturbaban. Me llevó a una clínica. Mantuvo una calma tan total que me sirvió de antídoto contra ese enemigo que me vivía dentro. En medio de todo, me sorprendía su súbita tranquilidad. Como si finalmente estuviera totalmente seguro de estar haciendo lo correcto. Días después de haber salido de la clínica, me anunció un viaje. Se fue un lunes. Durante tres días no me llamó, no supe absolutamente nada de él. Luego, una llamada telefónica, el anuncio de la prolongación del viaje, la recomendación de que me fuera a casa de mi familia. Luego, silencio. A veces, un e-mail. Y luego, cada vez más y más, el silencio.

Es de noche, ahora, y él está muerto. Hace meses que está muerto y aunque dicen que su asesino, el hombre que lo mató, también lo está, yo siento que no se ha hecho justicia, porque él y su asesino son víctimas del otro, del demente, del tirano. Yo misma soy su víctima, aunque lo combato. Busco en mi lecho a mi compañero y no está. Llego al punto de llamarlo al celular solamente para escuchar su voz en el buzón de mensajes. No sé cuánto tiempo más las batallas continuarán. Esto es como una partida de ajedrez donde hace tiempo se ha puesto en jaque al Rey, pero éste continúa corriendo por todo el tablero. Hasta que al jugador se le acaben las piezas. Hasta que se haya llevado otras piezas más del que lo jaquea. Todos vivimos en estado amarillo: dormimos con las armas a mano, para repeler los ataques sorpresivos de las hordas. Soltamos a los perros guardianes, colocamos trampas o activamos alarmas. Aquí, en donde estoy, hemos cavado mis sobrinas y yo una fosa en torno a la casa y la sembramos de cabillas que afilamos una por una. Hicimos todo el trabajo en las altas noches, para que nadie supiera. Somos una casa de mujeres. De guerreras, a nuestro modo. Luego, cubrimos la fosa con una malla dúctil. En el día, tenemos que recordar exactamente por dónde caminar, o podríamos caer en nuestra propia trampa.

A los que me preguntan por él, les digo que se fue a otro país en busca de fortuna y no regresó. No es bueno ser considerada la viuda de un contrarrevolucionario y menos cuando esa gente está desesperada ahora, porque saben la cercanía de su final y sus jefes se han dispersado. Ya es bastante riesgoso que sepan que escribo para algunas revistas, cuando puedo hacerlo porque la línea telefónica funciona, o no hay tantos tiroteos en la calle. Sé que me observan. Pero hace tiempo aprendí a mimetizarme, a volverme invisible, a ser una de ellos inclusive. De hecho, he aprendido a actuar como si fuera otra persona, lo que finalmente no es difícil, porque en verdad soy otra persona: una que hace tiempo no puede reírse con la franqueza que hace que se iluminen los ojos. Él se fue. Su último mensaje me decía que me refugiara en la armadura de Dios, el texto de Pablo a los Efesios. Jamás ha de volver y su muerte, tan sencilla, tan ignorada, tan necesariamente oculta, es inenarrable. Me quité el anillo que me dio en nuestras bodas: una hermosa pieza de orfebrería antigua, con dos brillantes y una amatista. Uno de aquellos hombres erguidos y serios me trajo un día el aro de oro con mi nombre grabado en el interior que él llevaba consigo. Me trajo un disco donde había grabado las canciones que había escrito para mí. Me trajo la Biblia que yo le entregué el día que se fue. Cierto. Nada nos relaciona. Eso es todo. Ni una fosa. Ni un velorio. Ni un funeral. Ni una fecha. Ni un cadáver. Guardo algunas ropas suyas, libros, algunos papeles. Nada.

Y ahora, por primera vez en meses, dejé que me alcanzara el dolor inmensísimo y por eso te escribo, amiga. Afuera, el perro ladra. Es un excelente perro guardián. De voz sonora y aspecto terrible. Tememos que las hordas puedan envenenarlo. Quizá por eso nos esforzamos por criar dos perros más, aún jóvenes. Dios sabe que no es fácil, en tiempos de hambre. La madrugada transcurre hacia el momento en que cantan los gallos. Escucho la emisora alternativa que transmite loas al Comandante. Sé que se acerca el día en que todo eso se silencie y comencemos a recuperarnos. No sé si podré ayudar en esa tarea, pero creo que sí, digo, si me es dado sobrevivir. Quiero llorar ahora y ni una sola gota sale de mis ojos. Es extraño. Hasta los manantiales del llanto se cierran en las guerras.


EN ALGUN SITIO


Pero en el cruce de las cuatro rutas, de los cuatro miembros -cuando los nombres son llevados sobre lo alto de la cruz- uno encuentra para siempre, después de la angustia del pasadizo más ahogado, más estrecho, la detención de la calma y el reposo en la blancura de la extensión y del silencio.

Paul Riverdy




El sol y el aire secan las huellas de las olas que baten la superficie del planchón herrumbroso. El agua viene y va, dejando trazos de caracoles, hilos verdes del alga, bosquecillos minúsculos de líquenes azules, rastro de peces. El planchón humea, inmerso en una niebla olorosa a mar. Flota a la deriva. El viento mueve la bandera inútil y descolorida en lo alto del mástil. El viento trae el perfume y el nombre de una mujer que desembarcó en el muelle en busca del ardor de sus primeros amores: llevaba consigo un baúl de madera con cerraduras de hierro, y se cubría en un gran sombrero de paja que daba sombra a sus ojos dorados. Trae el viento también el murmullo de la voz de un hombre que cuenta cómo un día se fue con el Circo para hacer de cuidador de caballos, cuando el Circo pasó por su pueblo, situado en una llanura lisa y templada. En el Circo había gitanas que leían las cartas y las líneas de las manos: había payasos, comefuegos, trapecistas, y una rubia llamada Odry que montaba el monociclo en la cuerda floja. Y había una luna y un sol de papel plateado, que colgaban en un escenario todo hecho de cortinas negras: marco que servía a Cheo González cuando presentaba su famoso monólogo "El Loco de la Noche". En las funciones de despedida dejaban entrar gratis a los niños, y entonces los trapecistas volaban por los aires en increíbles piruetas, y las gitanas y los comefuegos y los payasos traían de su imaginación los más rebuscados trucos, y Cheo González se escapaba de su mundo sombrío para contar historias infantiles. La voz cuenta aún cómo aquel hombre se enamoró de una de las gemelas domadoras de tigre: de Ingrid o de Marisol (o de las dos) y se fue con el Circo, embriagado de esa locura que algunos llaman Mal de Amor, murió luego en medio del desierto, y lo enterraron en los médanos, en el borde de un camino que luego fue borrado horas después por el viento, entre el sonido del pífano y el llanto de sus viudas. Aquí, acostado sobre el planchón, puedo sentir cómo esa voz se va apagando en el suave balanceo a veces brusco del oleaje, y también siento la presencia del olor salobre, iodado, erótico, vivo, que exhala el mar y lo inunda todo. Es un olor secreto y memorable. Un olor femenino y maternal. Los recuerdos vienen en medio de él como burbujas de jabón, traslúcidas esferas perfectas que salieran del juego de algún niño ocioso y feliz y un poco perverso. Me llega (por ejemplo) el recuerdo de aquella noche en la plaza de un pueblo llamado San Miguel: una plaza oscura y sembrada de cayenas, en que un borracho vagabundo llamado Juancho, o tal vez Rafael, refugiaba su soledad. Esa noche bebimos un roncito claro y dulce, y él cantó con voz aguardentosa y desgarradora las más furibundas canciones de Julio Jaramillo, de José José y de Juan Gabriel: himnos de cabrones y despechados que yo acompañé hasta que me dolieron los brazos y los dedos y me vino una borrachera frenética en la que lloramos juntos y me contó cómo soñaba su velorio: como si fuera la única fiesta de cumpleaños que tuviera allá en su infancia, con globos y pasteles y música a todo dar, y así las estrellas se fueron desvaneciendo entre las lágrimas, y sólo quedo El Lucero del Alba, y nos dormimos entre las cayenas. Cuando desperté, ya Juancho, o Rafael quizá, no estaba. Pero entre las breñas del sueño persistía la imagen del velorio festivo: fiesta de niños que rodeaban al cumpleañero cantando sus rondas en un gigantesco patio adornado con bambalinas de colores y globos en una gigantesca piñata en forma de cinco, o tal vez de ocho, y abundantes dulces: recipientes con pudines, gelatinas, pasteles y caramelos multicolores, y una montaña de regalos envueltos en papeles llamativos, con altisonantes moños, y todos bailaban y cantaban alegremente, porque era de mañana y estaban llenos de luz. Así también era el velorio: una fiesta donde todos comía y bebían hasta hartarse, donde todos iban con sus parejas para hacerse el amor, donde nadie vestía de luto y llovían serpentinas y papelillos sobre el féretro hasta que la hora del entierro les recordara que era otro día: el de su propia muerte. Así quería el vagabundo aquel que fuera su funeral.

Quisiera poder escribir estas historias. Quisiera escribir un monólogo con ellas y presentarlo en un escenario. Tengo esas historias grabadas en la mente como cicatrices luminosas, pero, sin palabras que las almacenen. Sin formar. Son como semillas germinando, con nítidas raicillas creciéndoles, alimentándose de mí como embriones, flotando en un tiempo sin relojes: aséptico. Me imagino yo mismo, con la cara pintada de blanco, con los ojos delineados de oscuro, vestido con una malla negra, en un escenario vacío, o quizá con dos o tres cosas para sugerir el rincón de un terminal de autobuses, el banco de una plaza, un quicio abandonado, un basurero, cualquier sitio apto para ir contando la epopeya de un vagabundo: del Héroe Único y Múltiple: del heroico clochard que soy, que he sido, que has sido, que somos, seremos: Hermandad Secreta, Logia Andrónica: La Señal te consigue: un trago de ron, un puesto para dormir en un portal, un rincón tranquilo para pasar la borrachera o la fiebre, un rato de confidencias y hasta un beso de amor. Porque a las mujeres les gusta el vértigo de lo que no saben. Por lo menos la primera vez se entregan por eso. No aluden ni al azar de las barajas, ni a las rondas: abren sus frascos de elixires y esencias sin precaución, ni avaricia, ni afán de poseer. En el fondo de su ser primordial, creen a pies juntillas ese verso de Neruda que dice: Amo el amor de los marineros que besan y se van. Pero después: la sociedad, la familia, el contrato, los principios morales, la célula principal. Y se va al carajo la aventura en la búsqueda de una identidad inmediata: ¿Quién es él? ¿De donde vino? ¿Se quedará? ¿Seremos algo alguna vez? ¿Nos quedaremos juntos hasta que la muerte nos separe? Y vienen los registros de papeles, las visitas formales, los horarios de trabajo, las estampillas, el papel sellado, las vacunas, las garantías, los derechos de la mujer, del niño, del perro y otros animales domésticos. Eso, si uno no parte a tiempo. Por eso es bueno andar con la guitarra: así es fácil irse: luna menguante, una canción a media voz entre los árboles, un caminito: ella se queda, uno se va. Hay algunas lágrimas. Algunos suspiros. Pero todo pasa. Otro vendrá. Queda el recuerdo. No lo transmitirá a sus nietos en herencia como un blasón de moralidad y dicha cristianas, pero a la hora de su muerte lo verá puro y claro y luminoso como un lirio.

Pero eso no se puede decir. Si uno lo dice, las hembritas suspiran y dicen: Ay, tú si eres malvado. Y para malvado y heridor terrible, ellas saben preparar sortilegios y saetas cada vez más ponzoñosas, certeras y potentes. Yo conozco yo la trama del paño, yo, que tanto he andado por corridas de corazones desde que me desvirgó una Yolanda contra un muro de bloques. Yolanda se llamaba: La Reina de la Parranda, le decían. En el bar LA HUELLA, donde trabajaba, ella brillaba como la luz de un faro en la tiniebla. Cierto que no era gran cosa: demasiado flaca, puro ojos y pelo, pero cuando uno se lo metía, ese cuerpecito de sardina se volvía candela líquida, río de pasión terrible, río de montaña, torrente que lo arrastraba a uno dando gritos hasta las rocas donde lo esperaban cantando las sirenas y de allí iba a parar en una playa amplia y blanca con palmeras innumerables, donde se reposaba blandamente bajo el sol. Le hacían cola a la Yolanda. Le pagaban hasta quinientas y mil monedas por un polvo. Y tenían un chulo, El Aserrín, que antes había sido leñador y era un gigante que, además, tiraba cuchillo que daba miedo. Pero yo le gusté a ella porque tenía los ojos verdes. La encapriché, me enamoraba. Me decía piropos cuando pasaba a mi lado, rozándome. Y yo le daba gracias a Dios: gracias, Dios mío, por estos ojos, y limpiaba las cagaduras del bar todas las mañanas, arrastrando con un cepillo grande todas las virutas de madera y el aserrín mojado de kerosene, y lavaba los baños chorreados de vómito y otras suciedades, soñando con la Yolanda con su batica china iluminando las desventuras de mis quince años, soñando, porque de dónde iba a sacar la plata para entrarle a ese negocio. Hasta que ella me raptó una madrugada: me sacó de la pieza que compartía con otros tres tipos en el solar de LA HUELLA, me llevó entre las matas de limón y me besó, me acarició, me enseñó los secretos de su cuerpo, y yo no sabía, pero las estrellas enseñan. Después nos hicimos amantes, a escondidas de todos y yo hasta quería casarme, porque su cuerpo me vibraba dentro y mi alma se quemaba, pero ella se reía con ternura y a veces me llevaba a la feria, a la ciudad mecánica, y nos montábamos en la estrella y en la montaña rusa, y comíamos helados, y en el tiro al blanco yo le saqué una muñecota de trapos que llamamos Pepona. Cuando partí un día de lluvia como ayudante de camionero, Yolanda me regaló un tomo de las obras completas de Shakespeare, encuadernado en rojo, en papel biblia y filos de oro: un tesoro que algún tipo loco con sus furores le dejara en la pieza. Y yo le robé el nombre para usarlo como sinónimo de todas las putas buenas y buenazas que encontrara en el mundo. Recorrí los caminos de camión en camión, y un día me uní a la troupé de teatro de un tal Jorge Pereira, brasileño por más señas, que también recorría pueblos, villorrios y ciudades: tenía el Jorge una casa rodante, un baúl lleno de máscaras y disfraces, otro con títeres, y el tercero con todos los libros del mundo. Tenía, además, una colección de mapas y una hermana llamada Amparo. Ay, Amparo, Amparito, Amparosa, Madre de los Hombres, Salud de los enfermos, Refugio de los Afligidos, Reina de los ángeles: toda la letanía del rosario no me bastaría para nombrarte, porque fuiste de todo en mi vida: por ti recorrí los caminos del teatro: los lisos y los escarpados, con lluvia, con sol, atravesando montañas y desiertos, lagunas y quebradas y mares interiores. Por ti aprendí que el amor es posible como escuela, como reducto, como parque de diversiones con tiovivos, montañas rusas, bazares y ruedas de la fortuna; como fórmula química que producía insoportables levedades; como farallón sobre el mar, como vuelo sereno de pájaros. Por ti aprendí el secreto de las máscaras. Por ti comí y no comí, bebí en las tabernas del puerto y en las estaciones de trenes. Por ti fui de secreto en secreto, de parlamento en parlamento, de personaje en personaje, hasta que en Bolivia decidiste, Amparo de los recuerdos, dejarnos solos y abandonados, ceñirte la correa con el fusil, cortarte el pelo, ponerte el traje verde, e irte en pos de la figura del afiche, dejándonos desamparados y huérfanos. Y nadie supo más nunca de ti.

Todo se hizo pedacitos en tu nombre. Ya no soporté la Casa Rodante, las neurosis de los títeres, la cercanía de los muchachos todo eso que insoportablemente tenía tu huella. Y me fui por los caminos, me fui solo, me fui disfrazándome, me fui. La guitarra, una muda de ropa, un cepillo de dientes, mi tomo de Shakespeare. Me fui.



Ahora hace frío. Flotamos a la deriva. Por encima de mi cabeza, algunas aves rezagadas interrumpen la luz de las estrellas con su paso, y vacila el trapo al viento. Oigo el murmullo de las alas, el batir de la tela y el sonido del mar que se junta con las conversaciones vagas e intermitentes que alguien mantiene en la proa. Esta hora me reconcilia con lo ya vivido, con lo que me espera por vivir. No pienso en la muerte. No imagino lo desconocido, ni formulo últimas voluntades y testamentos. Tal vez la muerte no sea eterna y entonces para qué las despedidas. Pero me gusta pensar que moriré en los brazos de una mujer, con mi guitarra recostada en un rincón, después de haber bebido, después de haber cantado, después de haber leído en voz alta gloriosos fragmentos de Shakespeare, después de haber hecho el amor. Así me llevaría la miel brotando bajo las rocas de mis huesos y mi cuerpo perfumaría el aire con fragancias lisonjeras. Moriré joven, tal vez, y será de noche, porque la vejez es triste y las noches son bellas. Alguien estará atisbando por una ventana. Me estremezco: es el Ángel que pasa sobre mi tumba. Es el viento, que ahora viene del oeste, trayendo visiones tenebrosas. Oigo voces que pronuncian mi nombre. Sólo quisiera que recogieran mi cadáver, que lo rescataran de esas planchas metálicas, de esas gavetas donde uno se congela desnudo, del torpe manoseo y el desacato animal con que los manejan, de los bisturíes juguetones de los estudiantes de medicina: que me volvieran honradamente a la tierra. Quisiera una tumba: el sol cayendo sobre la lápida de cemento donde un nombre y una fecha constataran por un tiempo mi paso por la vida: epitafio: nació, gozó, murió, y de vez en cuando una flor, aunque sea arrastrada por el viento desde una tumba vecina, que llegue al azar y se enrede con las hendijas. Quizá sea vanidad eso que espero: vanidad de actor. Después de todo, puedo ser lo que yo quiera, cualquier cosa: piedra, árbol, lagartija, caracol y pez. Puedo levantar una tonelada de plumas sobre mi cabeza, y hacer que el público aplauda. Puedo convertir en un mapamundi la plataforma del escenario y crear la ilusión de que camino entre las multitudes que ríen y lloran y llaman a la policía porque un hombre vestido de payaso robó su globo a un niño. Si la tarde está hermosa y tibia puedo hacer, por el poder de mis ojos y mis manos, que crezca la vida donde ni siquiera crecía una brizna de hierba. Puedo hacer que la luz del sol penetre en un pequeño cuarto oscuro, y que brille y se derrame y fluya, luego que desaparezca lentamente, como cuando es el ocaso y el sol se va poniendo. Hasta podría, si quiera, pagar el alquiler de una casita con jardín y comprarme un automóvil a plazos, y vivir como los otros, con una mujercita dulce y dos hijos (macho y hembra) todos felices como perdices hasta morir. Podría dedicarme a vendedor: sé que puedo vender cualquier cosa: mi juventud, mi vejez, mi odio, mi amor, mi frialdad y mi pasión: todo se vende. O puedo alquilarlos. O regalarlos una mañana al primero que pase. O canjearlo por un boleto de viajes que vayan hacia lugares donde la nieve se derrita en el asfalto y las mujeres luzcan brillantes y doradas frente a las vidrieras de los bulevares, y un tipo se demore diciendo a la novia desde un teléfono público todas las ternezas tontísimas que se dicen los enamorados, provocando la cólera de los que esperan para tratar sus cosas serias y sus negocios, y donde un señor, detrás de un lujoso escritorio, sentado en una silla reclinable y bien mullida, rodeado de secretarios y teléfonos, mire sobre su amplia ventana abierta sobre la ciudad, y envidie a los vagabundos que son dueños de las calles. Puedo, como esta noche, conversar conmigo mismo para no sentirme solo. Decir:

Soy el muchacho favorito de Dios: amo la madera como El me hizo: mis labios, mi sangre, mi corazón, mis ojos, y ningún otro puede tener tanta gloria, tanta luz, tanta esperanza, tanta tragedia, tantos furibundos amores...

Pero que sé que llegarán un último día, una última tarde, una última media hora, unos últimos cinco segundos, en los que apenas si pueda recordar el sabor de los helados y las luces del Circo, antes de largar amarras para siempre.

[¿Quién es el que habla? ¿Quién soy? ¿Eugenio Sánchez, alias El Mimo, sin domicilio conocido? ¿Un sapo encantado y escondido entre las matas de té? ¿Un poeta llamado Gregory, nativo de Milwaukee? ¿O un personaje inventado por una mujer: aquella juglaresa de paso veloz cuya voz de plata suena como una campana en el aire ferruginoso de una ciudad de perennes atardeceres?]

En la obscuridad llega una ambulancia rompiendo con sus latidos de luz roja la unidad de la alta noche. Y se aleja luego, con su carga terrible, cuando comienza a amanecer. Los policías barren los vidrios. Algunos toman notas bajo la luz de un poste que permanece encendido. Un enano limpia la sangre con un trapeador que moja en un balde de agua perfumada con el desinfectante del olor del éxito. Ruines roban mis cosas para venderlas. En la Morgue, los camilleros se divierten contando mis huesos. Muerto un actor, titulan los diarios, en extrañas circunstancias. Una mujer llora entre el sopor de las pastillas. Un hombre orgulloso se acalora frente a un escritorio gris. Y por medio de laboriosas gestiones, mis amigos rescatan mi cadáver, me buscan una caja, consiguen un lugar para el reposo, advirtiendo, eso sí, que en ese velorio festivo no se aceptan flores ni personas enlutadas, que es requisito que todos vayan cantando, que nadie se lo tome en serio, porque todo es una broma, una obra de teatro en la que los haré participar: la misma que noche a noche ensayo frente a un espejo de cuerpo entero, en el gran salón vacío, noche a noche, mirándome y remirándome, analizando hasta los más ínfimos gestos, grabando y regrabando mi voz, escuchando los tonos, los matices, los registros, hasta que la fatiga me hace caer sobre el piso de tablas donde coloco la lona doblada como almohada, donde me arropo con cualquier trapo de escenografía, donde cierro los ojos para soñar que voy flotando en un planchón a la deriva sobre el mar gris y sin edad, y allí recuerdo a mis abuelos deshaciéndose en cenizas sobre el fogón, y la llegada del Circo al pueblo aquella tarde que mi padrino Manuel me llevó a verlo, y de su mano probé por primera vez los helados, y el traspatio perfumado de LA HUELLA, donde viví el amor con la Yolanda, y la huella de corazón de la Amparito como una herida luminosa, y los caminos soleados y las lluvias y el terrible océano que penetramos desde un río turbulento y amarillo, y recuerdo las canciones que cantábamos hasta la media noche, y la guitarra, y los versos de Shakespeare.

Ahora llueve. La lluvia camina sobre el mar y entre la noche. El planchón flota a la deriva y nada significan las voces quebradas, las banderas y los sueños. ¿Quién leyó (leerá) mi Destino, lanzado por la borda en una botella? Porque necesito su plegaria y su recuerdo para sobrellevar el frío, el miedo, la soledad, la tiniebla: todo cayendo sobre mí.

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MILAGROS MATA GIL